El Pan de vida
La semana pasada la liturgia subrayaba el poder de la fe. La actual liturgia pone el acento en la eficacia, el poder, de la Eucaristía. El pan eucarístico que Cristo nos da está prefigurado en el pan que un mensajero de Dios ofrece a Elías, “con la fuerza del cual caminó 40 días y 40 noches hasta el monte de Dios, el Orbe” (primera lectura 1Re 19, 4-8). El pan del que Cristo habla en el Evangelio es el pan bajado del cielo, es el pan de vida, de una vida que dura para siempre, es su carne por la vida del mundo (Evangelio Jn 6, 41-51). Esa carne ofrecida como oblación y víctima de suave aroma, que da fuerza a los cristianos “para vivir en el amor con que Cristo amó” (segunda lectura Ef 4,30-5,2).
El Pan que hace fuertes. Ese pan del cielo que fortificó a Elías es prefiguración del pan bajado del cielo, que es el mismo Jesucristo. Es tal la fuerza de ese pan divino que puede cambiar radicalmente al hombre, haciéndole “amable, compasivo, capaz de perdonar y de amar como Cristo”. Ese pan de vida infunde tal vigor en el alma que vence “toda amargura, ira, cólera, maledicencia y cualquier clase de maldad”. Ese pan del cielo ha sostenido y dado fuerza a millones de millones de seres humanos en el transcurso de los siglos. La Eucaristía no sólo es el centro de todos los sacramentos y de la misma vida cristiana, sino también la mayor fuerza del cristianismo.
La Eucaristía no da frutos de modo automático, aunque su eficacia provenga no del hombre, sino del sacramento. Como todo don divino fructifica sólo en la tierra de la fe y del amor. Si somos pobres de fe y de amor, pidamos al Señor que acreciente en nosotros las virtudes teologales. Si tenemos dudas sobre los frutos de la Eucaristía, estemos seguros de que nuestra fe y nuestro amor no son todavía lo suficientemente grandes para hacer florecer y fructificar en nosotros el cuerpo y la sangre de Cristo. La Eucaristía tiene en sí toda la fuerza de Dios, somos nosotros con nuestra pequeñez, con nuestro orgullo, con nuestra poca fe los que impedimos a la fuerza de Dios que se manifieste en nuestras vidas. Digamos al Señor con toda el alma: “Señor Jesús, creo en la Eucaristía, aumenta mi fe”, “Señor Jesús, amo la Eucaristía, aumenta mi amor”. Pidamos al Señor una fe y un amor gigantes, para que en nuestra vida se haga verdad la eficacia de la Eucaristía y así ser testimonio vivo de esa eficacia en nuestro ambiente de familia y de trabajo. Es éste también un momento muy propicio para examinar nuestro fervor eucarístico, cómo participamos en la misa, cómo y con qué frecuencia recibimos a Jesucristo en la comunión, qué resonancia tiene la comunión en nuestra conducta diaria./Fuente: Catholic.net