P. CARLOS MARÍN G. | El Nuevo Siglo
Jueves, 9 de Agosto de 2012

Educar antes de prohibir

 

En las vías públicas encontramos en cada esquina señales que prohíben pisar los prados, fijar avisos, recoger pasajeros, arrojar basuras y escombros a la calle, a los ríos y a las alcantarillas, estacionar vehículos, vender licor y cigarrillos a menores de edad, hacer cruce a la izquierda, exceder los límites establecidos de velocidad, conducir vehículos en estado de embriaguez, hacer propaganda engañosa, invadir las zonas peatonales, y otros que ordenan recoger lo que hace su perro, apagar el celular, utilizar las cebras, respetar las filas, ahorrar agua y energía, reciclar… y unas mil más.

Cualquier prohibición debe ir precedida de una muy inteligente y permanente labor pedagógica que se proponga formar personas con sentido de responsabilidad y de fraternidad, pero… ¿a quién le corresponde hacerlo? A la familia, al Estado, a la academia, a las iglesias. Excluyo intencionalmente a la sociedad porque la nuestra no educa, corrompe, produce bárbaros y vándalos de exportación. La clase política es el espejo fiel de la sociedad que la engendra y cuya supervivencia ella misma se encarga de perpetuar en el tiempo. Los partidos políticos nuestros no son otra cosa que empresas electoreras y clientelistas.

¿Y qué decir de la Justicia? Nuestro Código Penal es laxo y ambiguo. Tecnicismos jurídicos, supuestas fallas en el debido proceso, detención en no flagrancia, venta de conciencias, tráfico de testigos, permiten a nuestros jueces emitir juicios que acaban favoreciendo con libertad o casa por cárcel al ladrón, al asesino, al atracador, al violador.

Además, ¿de qué sirve imponer elevadas multas a las mas grandes farmacéuticas por el multimillonario y escandaloso negocio de las medicinas, por sus engañosas prácticas de promoción de su productos? ¿O a los condenados por parapolítica y a otros tristemente célebres hampones por chuzadas ilegales, por desfalcos al tesoro público y despilfarro, por corrupción en la Administración Pública, si no se tienen los mecanismos para hacerlas efectivas?

La nacionalidad colombiana se diluye en un mar de negocios sucios muy bien montados y manejados por avivatos: los políticos, el sistema financiero, las mafias de ambiciosos abogados y jueces que a través de demandas contra el Estado buscan apoderarse del erario, las multinacionales farmacéuticas, los contratistas de obras públicas, Foncolpuertos, Cajanal, los carteles de la droga y otros muchos “patrones del mal” engendros de nuestra misma sociedad.

Esto hace que en Colombia solo aquel que tiene billete, y si son dólares tanto mejor, ese vale, ese es gente, el único principio o norma válida de la vida en sociedad es “dime cuanto tienes y te diré quien eres y cuanto vales”. Si la cosa la ponemos en términos de construcción de país, tenemos que reconocer que desde siglos atrás los colombianos, entre el ser y el tener, escogimos el tener. Desde entonces rendimos culto al dios dinero y permitimos que la economía y la ética se divorciaran definitivamente.

Hoy, en Colombia, hablar de moral privada y pública es mojigatería, es fanatismo. Insistimos en no darnos cuenta de que sin Dios no puede haber patria. Por el ensayo que estamos haciendo de vivir en las antípodas del cristianismo y una guerra declarada a la iglesia de Jesucristo, estamos convirtiendo a Colombia en una sociedad de inescrupulosos negociantes.