Dicen que la Navidad es la tradición por antonomasia. Todo se hace, aseguran, como en años anteriores, olvidando que ya ni se envían pavos en cestas repletas de manjares ni nadie nos recuerda la festividad con esos tarjetones a veces tan recargados y, como mucho, nos sacuden un whatsapp con un video muy cursi que por su peso en 'megas' nos descoloca el tinglado en el móvil. No, aquella tradición navideña, quizá con excepción de la jornada lotera, ha dejado de existir y, a cambio, nos invaden pequeñas o no tan pequeñas revoluciones en las costumbres, en los comportamientos. Y en la política, claro.
Para cerrar este 'annus horribilis' -así me lo parece- el Gobierno español ha decidido abrir unos cuantos cajones que, luego, no ha sabido muy bien cómo cerrar legal y protocolariamente. Y, así, ahí tenemos en los titulares desde la reforma del Código Penal y la fallida de las leyes orgánicas del Consejo del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional hasta las pensiones y el salario mínimo, pasando por la ley del 'sí es sí', la de universidades, la 'ley trans', la del bienestar animal o esos Presupuestos Generales del Estado que me parecen más una utopía que nadie espera que se haga realidad que unas cuentas realistas y ajustadas.
En el fondo, si usted lo mira desde una distancia valorativa, todo enmarca una confrontación entre el espíritu clásico y los nuevos tiempos cibernéticos y digitales, la modernidad necesaria. Y toda esa transformación aspira a llevarla de las riendas el Gobierno, o los dos gobiernos, de Pedro Sánchez. De la mano de ese Ejecutivo hemos entrado en una espiral loca, que este jueves pude ver escenificada en el Senado, donde aprobaron de golpe un montón de leyes, disposiciones y ambiciones capaces, entre todas ellas, de cambiar la fisonomía de un país en un par de tardes.
Los humanos somos engañadizos, y nos deslumbramos ante los juegos malabares de quienes son más hábiles que nosotros. Si a usted le enseñan los proyectos de supresión de la sedición y la minimización de la malversación 'pura', pensará que bastantes giros copernicanos se han producido en menos de un mes. Y entonces tenderá usted a olvidar todos los escalones previos que hemos ido subiendo en el ascensor de eso que yo llamo, y puede que propiamente no lo sea, revolución: banalización del aborto y del cambio de sexo, minimización del escándalo ante el incumplimiento de la Constitución (que sí, que necesita reformas 'modernizadoras'), rebaja en la pureza del lenguaje y en los usos parlamentarios... un 'totum revolutum' sin duda confuso que nos abruma.
Sé que son todas cosas muy heterogéneas. Unas inciden en el 'corpus' de los usos y costumbres cotidianos. Y algunas hacen referencia, aunque sea en último término, a tratar de solucionar el problema número uno que tiene planteado España como nación: la disgregación de esa nación. Es decir, el conflicto con el independentismo catalán, que es el que alumbra, o mejor deslumbra, el conjunto de la vida política nacional. Quiero creer que la gobernación de Sánchez es básicamente ambiciosa, y que él quisiera en entrar en la recta final de su primera y quizá última, Legislatura arrasando con 'lo viejo', como el caballo de Atila, solucionando, como de pasada, el viejo contencioso con los separatismos y, de paso, todas las demás malas yerbas de este secarral. Admito ese grado de buena voluntad en un político que, como todos, a lo que aspira es a ganar o a mantenerse en el poder. Y lo entiendo, faltaría más.
El problema con Sánchez es que, con esta ambición por pasar a la Historia como 'Pedro I, el que mudó el país, se ha metido en muchos berenjenales de los que, por falta de conocimiento, de amplitud de miras o de experiencia ahora no sabe salir., Y así, de esta guisa, estamos llegando al final de este 2022, que menudo ha sido: en un tren exprés hacia quién diablos sabe dónde.