Cuando la Alcaldía de Bogotá anunció su plan de exigir a cada ciudadano llenar un formulario con sus datos personales, su destino y el propósito de cada una de sus salidas de su casa, desató una especie de rebelión en las redes sociales.
Al verse obligados a informarles a las autoridades -so pena de una multa- si uno tenía la temeridad de asomarse a la calle para comprar un pandeyuca o para que el perro hiciera debidamente sus necesidades, hasta amigos de la cuarentena se alzaron en defensa de la libertad individual frente a la intrusión de un Estado peligrosamente metiche.
Aunque sin duda bienvenida, dicha reacción ciudadana llega lamentablemente tarde. Durante décadas, los colombianos se han hecho a un lado mientras que los pequeños déspotas de la política y las crecientes legiones de burócratas entremetidos les socavan sus libertades esenciales.
En Bogotá, un buen ejemplo de esto es la desastrosa política del pico y placa, un incentivo principal para la duplicación del parque automotor entre 2007 y 2017. Aparte de ser una medida contraproducente, el pico y placa viola los derechos del ciudadano al restringir arbitrariamente el uso de su propiedad privada, pese a que la mera posesión de un vehículo implica pagar impuestos considerables.
No obstante, los bogotanos se sometieron a tal abuso de autoridad sin emitir un pío. Peor aún, en tiempos de pandemia, resulta que el modelo de transportar a las personas al empacarlas como boliquesos en contenedores móviles aumenta los niveles de contagio. Entre más avanza el desarrollo de los vehículos eléctricos, más imperativa la libertad de movilizarse de manera independiente.
Entre otros, Tácito y Thomas Jefferson advirtieron que la libertad no se pierde de una vez por todas, sino paso a paso. El precedente del pico y placa facilitó la reciente introducción del pico y cédula o el pico y género, medidas igualmente inútiles salvo para que uno que otro alcalde ejerciera poderes dictatoriales en su municipio. De ahí al Decreto 131 de la “Bogotá Cuidadora” hay muy poca distancia.
El mito del “servidor público” altruista es falso, aunque, extrañamente, persiste hasta en la facultad de economía de la Universidad de Los Andes. Durante décadas, la escuela económica de elección pública ha demostrado que los funcionarios tienen incentivos para incrementar su poder y engordar sus bolsillos. En Colombia, de hecho, los salarios del sector público son absurdamente mayores en promedio que los del sector privado.
El “Estado social de derecho” es un oxímoron porque, necesariamente, la sociedad es independiente del Estado y hasta antagónica a él. Es más, para la sociedad civil es indispensable resistir el crecimiento desmedido del poder estatal. Y el problema de permitir que los funcionarios acumulen más poder de la cuenta es que, en cualquier momento, les da por prohibir que uno salga de su casa. Pese a que uno les paga sus astronómicos salarios.
El lenguaje Orwelliano debe activar las alertas. Toda tiranía ha justificado su despotismo al asegurar que protege a unos súbditos indefensos de algún peligro mortal.