La comprensión de los tiempos transcurridos desde el final de la Segunda Mundial nos remite a Oswaldo Spengler y su obra la Decadencia de Occidente, en la que sostuvo la tesis de que las civilizaciones en su devenir no escapan a las etapas que son propias de la vida humana, desde su nacimiento hasta el último estadio de su existencia. Los tiempos que vivimos parecieran corresponder al declive de los valores que marcaron el génesis, el desarrollo y el eventual decaimiento de la cultura occidental y de sus fundamentos y valores que perduraron por centurias, porque se edificaron sobre elementos que recogieron a la vez enseñanzas del pasado y valores nacientes que sembraron las semillas de la nueva sociedad.
Esos nuevos tiempos se inspiraron en los mejores legados de las civilizaciones que los antecedieron, el racionalismo griego, el derecho romano y el monoteísmo judeo-cristiano. Paulatinamente, se consolidaron los elementos esenciales que han presidido desde entonces la vida de la nueva civilización: la separación de los poderes temporal y espiritual, el imperio de la ley, el pluralismo social; fundamentos de la sociedad civil que desde entonces hemos procurado conservar y mejorar a lo largo de la historia.
El respeto al individuo fomentó y perfeccionó la observancia de los derechos humanos y el reconocimiento y defensa de las libertades individuales, que ninguna otra civilización ha alcanzado en la historia y que permitieron la abolición de la esclavitud y la igualdad de género que no se observan ni se reconocen en las demás civilizaciones del planeta. Introdujo la democracia y las libertades que la sustentan y prohijó el progreso social en proporciones nunca vividas en la historia, estimuladas por la libre empresa que consolidó la creatividad y el ingenio con los que se dignificó la vida de los ciudadanos. Hoy, esa civilización prevalece en Europa, las Américas y la Oceanía y encuentra réplicas en Asia y el África, cuyos aportes son susceptibles de enriquecer nuestra civilización, hoy bajo asedio y amenazada desde el interior de sí misma por las expresiones colectivistas y estatizantes que suponen la antítesis de los fundamentos que han prevalecido en la civilización occidental.
Pareciera que occidente ha venido perdiendo la capacidad de oponerse al asalto de las civilizaciones revanchistas que la asedian, o a las imperfecciones que se han multiplicado por desidia propia, o por el resurgimiento con fuerza, en su propio seno, de las tesis que en el pasado reciente carecieron de aceptación, pero que hoy regresan con nuevos ropajes e identidades sugestivos, como las de “progresismo”, o de la cultura “woke” (despertar) para sumar incautos a su tarea de deconstrucción a la que ellos le confieren capacidad creativa.
A su amparo se estimula la violencia en sociedades, aún atónitas e indefensas por obra del malinterpretado derecho de protesta con el que se justifica y legitima el vandalismo como un derecho necesario para erradicar las inequidades enraizadas en un supuesto régimen opresor de las libertades. En el ejercicio de la política el populismo rampante se ha traducido en la desvalorización de los partidos, transformándola en vil negocio, sin relación alguna con el bien común y empeñado en la destrucción de todo recuerdo del pasado.
Al contagio que afecta a la América Latina y golpea a una Europa dividida, se suma la incertidumbre de la elección presidencial en Estados Unidos signada por la retórica incierta y desabrochada del candidato y por los silencios de la candidata considerado como sospechosos de ocultamientos sobre sus reales propósitos.
Podemos encontrarnos en el umbral de la profecía de Benjamín Franklin: “Los pueblos de occidente tienen que permanecer unidos hasta la tumba, o labrarse la tumba por separado”. Predicción que nos concierne porque el futuro pertenece a quienes entiendan que el mestizaje se está convirtiendo en el rasgo común de las sociedades occidentales.