“Ningún candidato se ha referido a Ser pilo paga”
“Ser pilo paga” revolucionó los programas educativos que abren las puertas de la educación superior a jóvenes con inteligencia alta y recursos bajos. Fue directo al rescate de inteligencias colombianas, frustradas por la pobreza mientras se desaprovechaba la mayor riqueza que tiene el país, y se condenaba a vastos sectores de la población a girar en un círculo de escasez por el resto de sus vidas.
Además ayuda a erradicar un sentimiento alimentado por las exhibiciones públicas de mal comportamiento, tan abundantes y crecientes en estos años, que repiten desvergonzadamente “ser pillo paga”.
En un país con su moral colectiva atacada por todos lados, el mensaje de los apoyos a jóvenes de capacidades notables es una lección que restablece el orden de los valores en una sociedad: el buen comportamiento se recompensa y la mala conducta se castiga. Norma de elemental sentido común, pero casi sepultada en el olvido por la impunidad imperante.
Para el ciudadano de a pie, que forma su criterio sin remilgos, el nuevo programa representa un avance en el aprovechamiento del talento humano, una recompensa a los esfuerzos por estudiar, capacitarse y progresar, y una inyección de democracia a las estructuras sociales que congelan las vías de ascenso.
Por eso resulta sorprendente la oleada de críticas que llueven a diario sobre el estímulo a los pilos. Han llegado hasta calificarlo como una amenaza para la educación superior oficial. Y todavía no aparece el candidato presidencial que lo defienda abiertamente.
Si la experiencia de estos años muestra que “ser pilo paga” tiene imperfecciones, lo obvio es corregirlas y no arrasar el programa. Si las universidades públicas tienen presupuestos insuficientes, el remedio no es quitarles recursos a otros sectores educativos para trasladárselos, sino eliminar el gasto inútil, que despilfarra una parte sustancial del presupuesto, para fortalecer con esos fondos las finanzas universitarias de las instituciones del Estado. Ni siquiera hay que hablar de austeridad, bastaría racionalizar el gasto público de los botarates oficiales para robustecer sustancialmente los presupuestos de las universidades públicas y alcanzaría, además, para mejorar la educación media y la primaria, donde cada centavo rinde excelentes frutos.
En cambio de mantener prácticamente estancadas las asignaciones para el sector educativo, y seguir peleando para que no resulte pésima la distribución de la escasez, es preciso aumentar el monto destinado a su financiación, repartir el mayor presupuesto, y no comenzar la batalla campal por unos pocos pesos para que la pobreza presupuestal de la educación siga a la par del derroche en otros rubros.
Aprovechando que están de moda los cálculos sobre el costo de la corrupción, que todos los días tiene una nueva denuncia, sería oportuno comparar cuánto le cuestan al país estos saqueos del presupuesto frente a una financiación sustancialmente mejor del sector educativo. Con toda seguridad, es mucho más barato educar buenos ciudadanos, de comportamiento ejemplar, que después perseguir tramposos, capturarlos, juzgarlos, encarcelar delincuentes, mantenerlos presos, por sabe Dios cuántos años, y decirle al país que ser pilo no paga, pero ser un pillo, sí.