Alguna vez escribí en esta columna que frente al fenómeno extendido de la corrupción había que replantear en Colombia la elección popular de alcaldes y gobernadores. Pero, viéndolo bien, ello sería como arar en el mar. El Congreso jamás tramitaría una ley en tal sentido, pues la clase política -mayormente resabiada y contaminada de las malas prácticas- jamás la aprobaría.
Ese ejercicio democrático parroquial ya está metido en la médula de nuestra cultura política y con él habremos de lidiar -cual Lidio- hasta el fin de los tiempos, pues sería más fácil arrebatarle el Niño a la Virgen que tales prebendas a los politiqueros de marras. ¿Cuánto valen una alcaldía y una gobernación? Y luego, ¿cómo se les paga a los patrocinadores de las campañas?, porque ni bobos que fueran, ellos no trabajan “al gratín”, ni viven del medio ambiente, ni menos del intangible bienestar de la colectividad… la política, en vez de “el arte de gobernar”, como la definió Aristóteles en la Grecia Antigua, se tradujo, en tierra colombiana, en un vulgar “mecanismo de trueque de complicidades para repartirse la marrana pública”.
Y fue seguramente ingenuidad de los senadores Álvaro Gómez Hurtado y Emiliano Isaza Henao quienes patentaron, mediante Acto Legislativo No. 1 de 1986, el invento de la elección popular de alcaldes, con la idea de que con ella se le metería pueblo a la democracia y se reforzarían los mecanismos de participación ciudadana pues, en cambio, lo que se logró fue estimular a los corruptos para meterle billete –por lo general manchado de sangre mafiosa- a la política electoral con el fin de apropiarse de los gobiernos parroquiales y usufructuar en provecho propio los melifluos réditos del poder. Y así será por siempre, porque ese es el talante e instinto natural de nuestro “zoon politikon” criollo, mayoritariamente impulsado por la práctica de la cleptocracia, pero no solo en departamentos como Sucre, Magdalena y Cesar -donde ella se da silvestre- porque en las noticias vemos que los nuevos alcaldes de San Benito Adad, Sucre, Valle del San Juan, Tolima, El Agrado, Huila y El Rosario, Nariño deberán tomar posesión dentro de sus penales, con los carceleros por juramentadores y los demás criminales por testigos. ¡Qué vergüenza!
Post-it. Temerario, brillante y quirúrgico, el golpe del políticamente incorrecto Donald Trump al convoy en que viajaba el general Qasem Soleimani, Comandante de la Fuerza Quds, el cuerpo de élite de las Guardias Revolucionarias Iraníes, en las afueras del aeropuerto de Bagdad, acompañado del jefe del Hezbollah iraquí, el también súper terrorista Abu Mahdi al-Muhandis. Como bien lo dijera alguien, “con Soleimani y Muhandis fuera del tablero, Irán se quedó sin torre y sin alfil”.
Post-it 2. Deprimente el espectáculo del embajador mexicano en Bueno Aires, al hurtarse un libro de una famosa librería. Unos dijeron que era por problemas de salud, otros, que por una enfermedad llamada cleptomanía; pero quienes hemos conocido de cerca a muchos diplomáticos de todo el mundo sabemos que la enfermedad, extendida como pandemia, recibe el nombre de “tacañería”. Ese embajador, estoy seguro, ladra de noche en su residencia diplomática para ahorrarse el perro en las frías noches porteñas. “What a shame”.