¿Cómo entender e interpretar la primera vuelta presidencial en este momento particularmente interesante de la historia colombiana?
Primero que todo, como una prolongación del plebiscito del 2 de octubre de 2016.
En aquel momento, la población colombiana rechazó los acuerdos de La Habana entre Santos y las Farc, pero la voluntad popular fue ignorada.
Firmados los acuerdos, lo que la gente ha constatado es que, en vez de llegar al fin del conflicto, la violencia se ha exacerbado.
En otras palabras, el ciudadano ha comprobado que todo aquello que lo llevó a votar por el ‘No’ se ha consolidado y agravado.
En consecuencia, es apenas natural que, ante la clara sensación de hallarse en medio de una trampa y una farsa, el votante quiera reproducir el escenario del mítico 2 de octubre y recuperar la dignidad perdida.
Por otra parte, ese plebiscito dio a luz una coalición funcional y armoniosa que supo fortalecerse al mismo tiempo que crecía la sensación de que el país había caído en la farsa orquestada por el Gobierno y las Farc.
Paciente y serenamente, la oposición supo darle continuidad a la energía acumulada en el plebiscito y construyó un proceso basado en tres fases.
La primera fase consistió en la selección de un candidato al interior del uribismo. Durante varios meses, los precandidatos compitieron sanamente entre sí hasta elegir a un candidato.
La segunda, más interesante aún, consistió en someter a ese candidato del Centro Democrático a una consulta transpartidista de la que surgió la candidatura definitiva, pero también la fórmula vicepresidencial.
Y la tercera, marcada por la prudencia y la eficiencia, consistió en desarrollar una campaña decente, aglutinadora y suficientemente firme como para mostrarle al país un modelo de desarrollo y convivencia basado en los valores del emprendimiento, la competitividad y la alianza con las democracias liberales.
Marcando, pues, las diferencias claras frente a las candidaturas que resolvieron darle continuidad o los acuerdos Santos-Farc, o promover una adaptación del Socialismo del Siglo XXI a la realidad colombiana, la oposición, liderada por Iván Duque, consiguió situarse sostenidamente en el primer lugar de las encuestas.
En tal sentido, la candidatura de Humberto De la Calle quedó definida como aquella corriente rechazada por completo desde el plebiscito del 2 de octubre. La de Vargas y Pinzón se convirtió en la heredera del fardo santista, con todo lo negativo y tóxico que semejante legado supone.
La de Fajardo pasó a ser una candidatura romántica y ambigua, contemporizadora y relativamente frívola, muy distante del dramático momento que vive el país.
Y la de Petro quedó marcada como la promotora del modelo asistencialista, expropiador, autoritario y afín a la Revolución Bolivariana, es decir, la candidatura del Partido Farc, del Partido Comunista Colombiano y de muchos sectores de izquierda que, aún sin quererlo, terminaron absorbidos por un modelo extremista del que, originalmente, no se sentían parte.
En pocas palabras, la primera vuelta puede interpretarse como la gesta victoriosa del ciudadano colombiano que, orientado por los valores de la libre empresa y el pluralismo, decidió, laboriosa y metódicamente, recobrar plenamente su soberanía, secuestrada desde el 2 de octubre del 2016.