La concentración del poder político es el enemigo de la excelencia. De esto tenemos evidencia desde la época de los romanos. El historiador Tácito narra la historia de Cneo Julio Agrícola, un gobernador de la provincia de Britania en el primer siglo después de Cristo, cuya excelente administración de la isla produjo envidia e inseguridad en el emperador Domiciano. En vez de ser recompensado por su servicio al imperio, Agrícola fue presionado a abandonar la administración pública y posiblemente asesinado por el emperador. En las autocracias personalistas, el tirano no puede darse el lujo de permitir que existan rivales potenciales a su poder.
Debe ser percibido como quien recibe los mayores aplausos, el más amado por el pueblo, y el más íntegro en sus acciones, sin importar que esa percepción esté fundada en manipulación, mentiras e intimidación contra quienes la refutan.
Profundizar la democracia es desempoderar a los tiranos en potencia. Esto lo entendieron los fundadores de la Confederación Suiza, posiblemente el país más próspero y democrático del mundo, cuando decidieron que en lugar de un jefe de estado, los gobernaría un consejo federal. También lo entendieron los liberales colombianos del siglo XIX, cuya Constitución de Rionegro limitó la presidencia a periodos de dos años sin posibilidad de reelección inmediata. Si bien hemos reformado nuestras instituciones desde entonces, la intolerancia a los caudillismos ha permanecido una fortaleza histórica de nuestro país frente al resto de la región. En las últimas décadas, se ha manifestado en el empoderamiento de los gobiernos regionales, el rechazo a la reelección indefinida, y la creciente autonomía de las cortes. Desde el Palacio de Nariño eran impensables, hasta hace muy poco, el matoneo salvaje y simultáneo a los medios de comunicación, los gobiernos regionales, la oposición en el congreso y el poder judicial. El principal objetivo del actual presidente no es el desarrollo ni la paz, sino concentrar el poder y así acabar con la excelencia.
No hay palabras más peligrosas en la historia de Colombia que la expresión gaitanista: “yo no soy un hombre, soy un pueblo.” Los objetivos y aspiraciones de un pueblo, sobre todo uno tan grande y diverso como el colombiano, nunca se podrán reducir a las ambiciones de un proyecto político, mucho menos si se trata de un proyecto tan divisivo, dogmático y violento como lo ha sido el del Pacto Histórico.
Al presidente debemos aclararle que él no es el pueblo, y que el pueblo y sus instituciones son superiores a sus dirigentes. Castigar a quien corrió cada línea ética para llegar al poder, asociándose con el narcotráfico para someter al estado de derecho, no es castigar al pueblo sino purificar y rehabilitar a las instituciones que lo representan.
Tenemos las herramientas constitucionales para destituir al presidente antes de que se convierta en un tirano. Ante las últimas declaraciones de Nicolás Petro y el deterioro escalofriante de la libertad de expresión en los últimos días, debemos exigirle a cada congresista que cumpla su deber sagrado de proteger la Constitución, impulsando un juicio político contra Gustavo Petro.
No son “incendiarios” quienes están dispuestos a decir la verdad, sino quienes intentan silenciarla con intimidación y amenazas de estallidos sociales. Estos últimos son los actos de un cobarde, desesperado y asustado de dejar el poder que tantos pecados le ha costado asegurar. Solamente si la nación y sus instituciones demuestran el coraje que las debe caracterizar podremos aprovechar esta crisis para profundizar la democracia.