En un trino, mezquino como el que más, Humberto de la Calle me acusa de quedarme “calladito” frente a las solicitudes del Gobierno de levantar órdenes de captura, porque, según él, protejo los intereses de compra de tierras.
Y seguiré calladito, porque me comprometí a la prudencia como miembro de la delegación gubernamental en las negociaciones con el Eln…, y voy a cumplir, sin dejarme retar por quienes ayer me descalificaron como “enemigo de la paz” y hoy me descalifican, por lo contrario, en una especie de venganza porque no participé en un proyecto que traicionó lo ofrecido, y hoy lo hago con un Gobierno que, a pesar de mis diferencias, está cumpliendo lo ofrecido.
Prudencia, la que “hace verdaderos sabios”, esencial en unas negociaciones tan sensibles para las partes, el Gobierno en representación de los colombianos, y el Eln como la “otra parte” porque siento lo de “contraparte” como expresión de confrontación, y en lugar de confrontarnos y seguir dividiendo al país entre amigos y enemigos de la paz, esta mesa debe unir esfuerzos para entusiasmar a los colombianos con una paz real y realizable.
Una de las grandes dificultades de avanzar es, precisamente, hacerlo en medio de un país escéptico o totalmente descreído, con apenas una rayita de esperanza, porque si el proverbio no miente, “es lo último que se pierde”, pero con alta indiferencia derivada del escepticismo y la incredulidad, de la realidad de violencia.
¿Qué ha faltado, si la paz es anhelo nacional, el “dogma” que debería movilizar al país, el centro de ese “acuerdo sobre lo fundamental” que sigue pendiente?
No me resigno a pensar que el país se haya acostumbrado a la violencia -nadie lo hace- pero sí se acostumbró a que, gobierno tras gobierno, la paz se negocia, se frustra, se vuelve a negociar, se firma, está en leyes, en decretos “fast track”, en acuerdos que reclaman haberla alcanzado “estable y duradera”; está en comisiones, instituciones y hasta en museos, pero no está en las calles de las ciudades, no está en los campos, no está en la vida de las personas.
El país perdió la confianza y, como en las traiciones amorosas, la confianza está hecha de cristal fino y no se pega con “súper bonder”; hay que volverla a construir, volver a soplarla con delicadeza para darle forma en el horno de fundición.
La confianza es hija de la prudencia y la prudencia lo es de la buena fe. No es a la “topa tolondra” ni con técnicas engañosas como los artesanos de la islita de Murano, frente a Venecia, hacen maravillas de cristal que venden a los turistas; es con infinita prudencia y de cara a sus clientes sorprendidos. No es a la topa tolondra como se negocia el cese de la violencia ni como se construye la paz, dos cosas diferentes, pues la paz no es solo el silencio de las armas; la paz apenas se asoma cuando callan los fusiles.
Devolverle la confianza a Colombia a partir de la prudencia como práctica de negociación y de la buena fe como conducta personal y colectiva de las dos delegaciones, es una responsabilidad de la mesa, para mostrar resultados tempranos donde la gente necesita verlos: en las calles y en los campos de Arauca, Catatumbo, Nariño y esa media Colombia profunda y violenta.
Prudencia y buena fe para fortalecer la confianza entre los negociadores, no tanto para evitar malentendidos entre las partes, sino para evitarlos con el país, que no quiere perder su última rayita de esperanza.
@jflafaurie