Si la Constitución asigna a las ramas y órganos del poder público determinadas funciones -para lo cual les confiere atribuciones y cierto margen de poder-, no lo hace con el superficial propósito de adornar el texto, pues ello de nada serviría, sino para que esas funciones sean ejercidas con miras al logro de los objetivos institucionales. Cuando, requiriéndose, aquéllas no se desempeñan en las oportunidades y con los efectos que la Constitución establece, los funcionarios a quienes han sido confiadas demuestran su ineptitud y frustran el cometido querido por el Constituyente.
Eso es mucho más evidente cuando se trata de funciones de control, bien sea jurídico o político, ya que, al no operar los mecanismos estatuidos, las responsabilidades no son asumidas, lo que perjudica a la colectividad, sienta precedentes negativos y estimula futuras modalidades de transgresión del ordenamiento jurídico.
Como sabemos, al Congreso de la República la Constitución de 1991 -artículo 114- le señala tres funciones esenciales: reformar la Constitución, expedir las leyes y ejercer el control político sobre el Gobierno y la administración. Será el propio Congreso el que resuelva, con la independencia que debería caracterizarlo, si debe aprobar o no un acto legislativo reformatorio de la Carta o una ley de la República. Sus integrantes no están obligados a votar en sentido favorable o desfavorable sobre los distintos proyectos presentados. Previo debate, en las diferentes instancias legislativas, cada uno -mediante su voto- verá si aprueba o niega las iniciativas, o si lo hace respecto a las modificaciones propuestas, teniendo en cuenta -eso sí- el régimen de impedimentos y conflictos de intereses en que puedan hallarse incursos. Lo que no pueden hacer es optar por el permanente ausentismo para evadir su participación o para descompletar o desbaratar el quórum o las mayorías. Hallándose presentes en la respectiva sesión -hoy, inclusive, de manera virtual- deben consignar su voto.
En cuanto al control político, resulta trascendental, y por eso la Constitución dedica varias normas a asegurar que tenga lugar, mediante debates, citaciones y requerimientos a los funcionarios, emplazamientos a personas naturales o jurídicas, examen de conveniencia y oportunidad de decretos legislativos en estados de excepción, solicitudes de pérdida de investidura, entre otros varios instrumentos.
Por todo lo cual, el artículo 123-4 de la Ley 5 de 1992 -Reglamento del Congreso- ordena que, en toda votación, el número de votos sea “igual al número de congresistas presentes en la respectiva corporación al momento de votar, con derecho a votar”. Agrega que, “si el resultado no coincide, la elección se anula por el presidente y se ordena su repetición”.
Y el artículo 183 de la Constitución enuncia como causal de pérdida de investidura la inasistencia, en un mismo período de sesiones, a seis reuniones plenarias en las que se voten proyectos de acto legislativo, de ley o mociones de censura. Una interpretación sistemática permite afirmar que, si se asiste y no se vota -estando habilitado para hacerlo-, se está incurriendo en falta.
Por eso, resulta irregular y en verdad deplorable que muchos de los actuales congresistas sigan eludiendo sus funciones, tanto en materia legislativa como las de control político. Como acaba de ocurrir.