Ahora hay un ganador y un perdedor; una contienda política áspera y menesterosa quedó atrás y unas tareas inmensas hacia adelante.
La primera tarea se ha surtido con éxito: el perdedor ha reconocido el triunfo del ganador; la institucionalidad básica de toda democracia que es el sistema electoral ha funcionado bien; y el debate electoral ha concluido sin que quede manchado de suspicacias de fraude. Eso, ya de por sí, es un primer éxito en la reconstrucción de la confianza colectiva.
La misma pobreza intelectual del debate electoral, los insultos y las evidentes diferencias de las dos ópticas políticas que se enfrentaban deja a Colombia con fracturas. No podemos negarlo.
La gran pregunta es: ¿cómo se tramitarán en adelante esas dos visiones políticas que opusieron a los candidatos y que, aun habiendo terminado el debate presidencial, subsisten al interior de la sociedad colombiana?
Diferencias profundas en la manera de enfocar la sociedad hay y seguirán existiendo en Colombia. Es normal. Lo que resulta decisivo es que dichas diferencias seamos capaces de tramitarlas no por fuera de las instituciones sino por los canales democráticos. Y esos canales tienen un nombre propio: los acuerdos nacionales a que se pueda llegar en una primera instancia, y el contrapunto gobierno - oposición en los ámbitos institucionales dispuestos para ello. El principal de los cuales es el congreso de la república.
Se impone pues en los días venideros la conformación de coaliciones que permitan transformar en leyes aquellas iniciativas que resultaron vencedoras o se logre consensuar en las semanas venideras y que requieran pasar por el congreso. Y esto tiene que hacerse dentro del ámbito institucional y nunca por caminos diversos. Hacer lo contrario sería ahondar -con consecuencias impredecibles- las grietas de la averiada sociedad colombiana.
Cualquier fórmula que se apoye en vías de hecho, en la amenaza callejera, en atolondradas constituyentes o en ilusorios escapes de excepción constitucional para realizar el rotundo mandato de cambio que le ha dado el pueblo colombiano al nuevo presidente, conduciría a perder tiempo precioso y a desperdiciar exiguas energías.
Los primeros pasos de la nueva administración deben darse con pies de plomo para demostrarle a la región y al mundo que Colombia no es una democracia fallida ni una economía insostenible. La nueva administración deberá demostrar que aprecia la viabilidad de las finanzas públicas. Que combatirá los extremos. Que luchará contra la inflación. Y que buscará con apremio la equidad social sin desquiciar los parámetros de la seriedad económica.
Ya pasó el tiempo de los improperios. Llega la época de la acción administrativa por parte de quien venció, y de la oposición democrática por quienes perdieron. Sin olvidar que la intemperancia no es camino adecuado para que Colombia salga adelante.
La democracia habló el 19 de junio. En los próximos cuatro años debe continuar hablando a través del sano contrapunto gobierno - oposición; que es cómo funcionan las democracias en todos los países maduros. Y nosotros no tenemos el derecho a pensar que no lo somos.
El presidente electo Gustavo Petro ha convocado a un gran “acuerdo nacional” Es una iniciativa que tiene el mérito de tranquilizar al país por el momento y que intentar aglutinar voluntades plurales.
Pero falta definir cómo funcionará dicho acuerdo. ¿Quiénes serán invitados? ¿Bajo qué metodología trabajará? ¿Cuándo se iniciarán sus trabajos y cuándo se darán por concluidos? ¿qué se espera que salga de este gran acuerdo nacional? ¿meras declaraciones, proyectos de ley consensuados que serían llevados posteriormente al congreso o solo risueñas fotografías de los participantes?
Nada de esto quedó en claro en el discurso de la victoria de Gustavo Petro el pasado 19 de junio. El tiempo para clarificarlo es ahora.