RAFAEL DE BRIGARD, PBRO | El Nuevo Siglo
Domingo, 16 de Diciembre de 2012

Sacerdotes escritores

 

Tan  viejo como la imprenta es el oficio de los sacerdotes que escriben. Y tan vieja como la prensa escrita es la tarea de los sacerdotes columnistas. Pero no por viejo el oficio se hace menos delicado. Aun en sociedades como la actual, aparentemente muy secularizadas, la palabra hablada o escrita del ministro eclesiástico es mirada con atención por propios y extraños. Dicho de manera muy simple, al sacerdote se le busca para saber en qué creer y también para saber qué hacer. Por eso mismo cada palabra que salga de su boca o de su teclado debe tener en cuenta los efectos que puede producir sobre infinidad de personas.  Y producir el efecto correcto es el meollo de casi toda palabra sacerdotal.

Hay puntos de referencia para esta tarea. El primero es Dios y su revelación. De Él y de ella es el sacerdote vocero, divulgador, enseñante. El segundo es la Iglesia que lo hizo sacerdote y que le confió una tarea muy precisa y delicada a través de la predicación hablada o la enseñanza escrita. El tercer punto de referencia, delicadísimo en extremo, es la salvación de las almas según el camino trazado por la Palabra de Dios y la persona y obra de Jesucristo. En resumen, el sacerdote se comunica como tal en nombre de Dios y de la Iglesia y en la capacidad de ser fiel a estas dos fuentes que dan origen a su ministerio, se hace valioso su servicio a la comunidad.

Hoy día los ministros sagrados sufrimos toda clase de presiones para decirle a mucha gente, no lo que por Dios ha sido revelado, sino lo que la gente quiere oír. Y este endulzar oídos tiene que ver mucho con bendecir lo que no se puede bendecir, con aprobar lo que de ningún modo se puede aprobar, con variar y acomodar creencias que tienen su origen en las Sagradas Escrituras y en la tradición viva de la Iglesia y que en manos de nadie está modificar a criterio propio, mucho menos en las de un sacerdote que es un servidor, un administrador y no dueño ni amo de nada de lo que se le ha confiado. En este sentido, el sacerdote es un profeta, es decir, alguien que en nombre de Dios sabe que debe comunicar enseñanzas de difícil asimilación. En síntesis, el sacerdote trabaja para Dios, aun escribiendo. Perdido esto de vista, se pierde a sí mismo y, lo peor, puede perder a mucha gente.