Nuestra tradición civilista se enmarca en la Codificación Moderna; un gran movimiento revolucionario que abanderaron los grandes humanistas del siglo XVIII, Voltaire a la cabeza, reaccionando contra la inseguridad jurídica acuñada por miles de años, donde los pueblos ignoraban la norma que debían respetar a causa de una pluralidad de fuentes que conducía a la anarquía judicial y a la injusticia. A los primeros Códigos, el Prusiano y el Austriaco auspiciados por los Príncipes ilustrados, siguió el de Napoleón de 1804.
El Código de Napoleón, construido con los mejores materiales, incorpora la principialística liberal imperante en la época: la igualdad de las personas ante la ley, la autonomía de la voluntad en los negocios y en la actividad testamentaria, la defensa de la familia y la propiedad privada. Este código inspira los desarrollos codificadores de América, entre ellos el de Don Andrés Bello, redactado para Chile, pero adoptado por Colombia desde los albores de la República. El Código Civil de Napoleón y sus tributarios en América se convierten en la impronta cultural del mundo occidental.
De cuando en vez se despierta la ansiedad de reforma de nuestras instituciones civiles. Es cierto hay muchas materias desactualizadas, incluso la misma fundamentación que no debe obedecer a los sueños liberales, sino al Estado Social de Derecho, e incluso a los nuevos Estados Constitucionales fundamentados en principios generales. También es conveniente terminar la dicotomía existente entre el derecho civil y el mercantil de las obligaciones y contemporizar el derecho de familia y de sucesiones con los nuevos cambios sociales.
Pero también es cierto que todo esto lo hemos venido haciendo por leyes especiales en cada materia que, cuando se expiden, entran a orbitar alrededor de los viejos códigos, que ejercen una especie de fuerza centrípeta sobre ellas y actúan como vasos comunicantes para darle unidad y coherencia al sistema. Por eso siempre surge la inquietud; ¿hasta dónde será conveniente arrasar con las clásicas codificaciones, que se han adaptado a los momentos actuales y contienen doscientos años de interpretación jurisprudencial y doctrinal que las mantiene en pleno vigor?
Se pensaba que estábamos en la era de la descodificación, pues ante el ensanchamiento de los fines del Estado, donde éste es el principal protagonista de la transformación social, para lograr los fines de justicia, equilibrio y paz social; la legislación actual se torna cambiante y dúctil en aras de conseguir esos fines y no se conciben las legislaciones estables y pétreas que pretendía el racionalismo filosófico. Un código nuevo, seguro sería modificado muy prontamente para poder alcanzar esos propósitos del Estado contemporáneo y rápido quedaría desbordado por la legislación complementaria.
Sin embargo, hay vientos de cambio. Argentina recientemente unificó sus códigos y lo mismo hizo años antes el Brasil.
El profesor Valencia Zea contribuyó en los años ochenta con un proyecto de unificación que ahora vuelve a desempolvase. Los avatares del neoconstitucionalismo han convertido a los sistemas de derecho privado en “proyectos de derecho” que justifican su revisión nomoárquica en aras de darles mayor estabilidad.
Un nuevo proyecto de reforma unificada se presenta ante la comunidad académica; recibámoslo con gusto, pero démosle el debate profundo y sin prisas que un cambio de esta naturaleza se merece.