Un examen global de lo que ocurre día a día en el país -corrupción, impunidad, asesinatos de líderes sociales y de policías, ataques terroristas contra la infraestructura del país, violencia en el interior de las familias, abuso sexual, feminicidios, incremento del micro tráfico, penetración de los narcos en escuelas y colegios, guerra sucia en las campañas políticas, inseguridad, delincuencia exacerbada, para mencionar apenas algunos de nuestros males-, nos permite reafirmar algo que desde hace tiempo hemos sostenido: todo eso muestra a las claras que en Colombia hay una verdadera crisis de valores y una creciente falta de respeto a los principios.
En efecto, aunque está probado que, por la misma condición humana y por muchas causas exógenas, es imposible alcanzar una sociedad libre del delito, la civilización, la educación, la cultura y el Derecho, así como las políticas estatales, deberían asegurar al menos unas condiciones mínimas de convivencia y de respeto entre los asociados.
Pero ello solamente es posible si se tienen claros los valores que profesa la comunidad; si la sociedad es regida por unos principios que propendan a la realización de esos valores; si, desde la más tierna infancia y a lo largo de las distintas etapas en el proceso educativo, sus integrantes son formados con miras a la convivencia pacífica.
El Estado Social de Derecho -que, según el artículo 2 de la Constitución, tiene entre sus finalidades las de promover la prosperidad general y garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes de los ciudadanos- está en la obligación de trazar unas políticas ordenadas a conseguir en realidad –más allá del discurso- la cristalización de esos propósitos.
En el plano jurídico, ya que esos valores y principios han sido estipulados por la Carta Política -desde su preámbulo y a lo largo de su articulado- y en teoría han sido aceptados por la sociedad, la actividad del Estado en su conjunto –Gobierno, legisladores, jueces y organismos de control-, con la colaboración muy eficaz de los padres de familia, los educadores y los medios de comunicación, debe estar orientada a la recuperación de tales conceptos y a su efectiva vigencia.
Al respecto, señaló la Corte Constitucional en la Sentencia T-06 del 5 de junio de 1992:
“La Constitución está concebida de tal manera que la parte orgánica de la misma solo adquiere sentido y razón de ser como aplicación y puesta en obra de los principios y de los derechos inscritos en la parte dogmática de la misma. La carta de derechos, la nacionalidad, la participación ciudadana, la estructura del Estado, las funciones de los poderes, los mecanismos de control, las elecciones, la organización territorial y los mecanismos de reforma, se comprenden y justifican como transmisión instrumental de los principios y valores constitucionales. No es posible, entonces, interpretar una institución o un procedimiento previsto por la Constitución por fuera de los contenidos materiales plasmados en los principios y derechos fundamentales”.
El dogma de la Constitución no se puede quedar en la formulación de los grandes objetivos de la sociedad, sino que debe traducirse en una labor permanente de sus líderes, enderezada a la búsqueda de las causas de la actual inversión de valores, al reconocimiento de los errores cometidos por la pasada y la actual generación, y a reconstruir, para las generaciones futuras, una axiología que facilite formas pacíficas de convivencia y crecimiento espiritual y material.