Cuando se habla de la suerte que les espera a los presidentes Duque y Guaidó, hay por lo menos cinco variables esenciales que deben tenerse en cuenta.
Una de ellas, pero no necesariamente la más importante, es el mayor o menor grado de apoyo que puedan recibir de la Casa Blanca.
Hace un año, Juan Guaidó era un personaje relativamente desconocido pero poseía un cierto potencial carismático que atrajo la atención del aparato de seguridad de los Estados Unidos.
En efecto, no costó mucho seducirlo y cuando fue elegido presidente de la Asamblea Nacional, él se juramentó como presidente interino con una misión estratégica preclaramente establecida.
Primero, terminar con la usurpación del poder agenciada por Nicolás Maduro.
Segundo, liderar un proceso ágil y concreto de transición democrática.
Y tercero, anticipar elecciones libres y limpias.
Con semejante libreto, era apenas natural que Guaidó fuese automáticamente reconocido por Washington y Bogotá, entre otros entusiastas gobiernos de la región.
Guiados por la experticia de Bolton y Abrams, se rescataron en el área las nociones de seguridad cooperativa, amenazas transregionales y responsabilidad de proteger.
De hecho, el miedo a la descertificación, el atentado del Eln en la Escuela de Policía y las pruebas de que tanto ese grupo como las Farc gozaban del pleno apoyo de las dictaduras de La Habana y Caracas, alentaron a Duque a secundar los propósitos de Trump y abrazar a Juan Guaidó.
Fue entonces cuando se inventaron el “cucutazo”, es decir, el fiasco de los centenares de toneladas de ayuda humanitaria no respaldada por la fuerza (“Bahía Cochinos - 2” ), hecho con el que comenzó la frustración de quienes ya daban por finalizada la dictadura.
Vendrían luego el monumental fiasco diplomático del Grupo de Lima + Tiar (campeones mundiales de lasitud, inocuidad y astenia), pero, sobre todo, la foto de Guaidó con Los Rastrojos, la Operación Maletín Verde y el nuevo enfoque adaptativo de Kozac y Pompeo.
En pocas palabras, la deslegitimación progresiva de Guaidó, el desaliento de la oposición, el hastío de la población y la sensación de que Cuba ya ha logrado reproducir en Venezuela su modelo de perpetuación en el poder.
En definitiva, si Guaidó no logra que lo reelijan el 5 de enero como presidente de la Asamblea, ya se conoce el nuevo libreto.
Él pasará a la historia como un iluso desgastado, la Casa Blanca buscará una transición conciliada con el chavismo, abandonará la doctrina de que “todas las opciones están sobre la mesa”, y hasta Duque terminará pidiéndole al Eln que dialogue con la creencia de que complaciendo -como siempre- a sus radicales detractores podrá librarse de la renuncia que le exigen.