Mientras la opinión pública, y parte de la publicada, vive fascinada con los líos internos en el Gobierno entre PSOE y Podemos y con las muestras que da Pedro Sánchez de su deseo de ocupar parcelas del Estado, los 'barones', que son los que tienen que ganar las elecciones dentro de exactamente seis meses, andan crecientemente inquietos.
Los partidos bullen, preocupados: la 'aceleración' en no pocos aspectos sociales -la educación, el 'sí es sí', la ley trans, la ley de la familia, los nuevos cálculos en las pensiones- no gusta demasiado en el conglomerado gubernamental, y tiene desconcertada a la propia oposición. La política española está convulsionada, y lo estará crecientemente durante todo el año 2023. Entre otras cosas, porque la mismísima clase política está propiciando el desquicie.
A Pedro Sánchez ya no le inquietan las polémicas. Vive instalado en ellas, como se demuestra en la despreocupada designación por el Gobierno de dos magistrados para el Constitucional que estuvieron muy ligados a este Ejecutivo. Naturalmente, ello tensa más aún las ya desastrosas relaciones con el Poder Judicial e indigna a la oposición, pero eso ya no importa. Como me da la impresión de que tampoco le importan a Sánchez las tensiones en el Ejecutivo, donde ya algunos ministros ni se hablan.
El caso es abrir el mayor número de carpetas de manera simultánea, y la tensión consiguiente es como una especie de combustible para que el tren siga avanzando. ¿Se romperá el Gobierno, hará Sánchez una crisis ministerial, como le piden algunos? Probablemente no: el conflicto, ya digo, es parte del sistema. Y a la hora del conflicto, Irene Montero y Ione Belarra, por ejemplo, son aliadas valiosas.
Y ello, claro, inquieta a los 'barones'. A los socialistas y a los 'populares'. Y a los demás. En el laboratorio madrileño, el doctor Frankenstein (Sánchez) pisa el acelerador y la periferia, donde la crispación es menor, mira preocupada los experimentos, o como quieran llamarse. En Valencia se deshoja la margarita sobre si adelantar o no las elecciones autonómicas. En Cataluña todo son 'operaciones subterráneas' para ocupar una Generalitat hoy francamente débil. En Madrid la inquietud de los socialistas se incrementa: a casi nadie le ha gustado la designación digital de la increíblemente aún ministra Reyes Maroto como candidata al Ayuntamiento. En Castilla La Mancha, Emiliano García Page acelera sus presencias y marca distancias con el Gobierno de Pedro Sánchez, pero son distancias perfectamente calculadas. Como en Aragón, como en Extremadura. El 'aliado cántabro', Revilla, que piensa presentarse a las elecciones, corre el riesgo de batir el 'record Biden' de la longevidad. No es un conflicto en la izquierda entre más progresistas y más moderados: es, como siempre, una pugna de poder.
Y esta lucha por el poder lastra la marcha del Estado, que es ese bien que se trata de ocupar (okupar) con la mayor celeridad, sin que lo más importante sea que avance y se modernice. Hay, en efecto, muchos motivos para la inquietud. Sobre todo, porque la falta de claridad, el barullo, la desorganización como método, hacen que la ciudadanía se aleje crecientemente de sus representantes. Un desconcierto que alcanza incluso al cronista, que se siente incapaz de aprehender la realidad, que oscila, se modifica artificialmente, en tantos campos. Lo que a uno realmente le preocupa es que este sacudimiento constante de la realidad está llevando a un proceso que los que tratan de fabricar el futuro son incapaces de controlar. Como le ocurrió a Víctor Frankenstein con su propio monstruo.