Por más noble que sea una causa, las formas para lograrla importan. No podemos avalar y aplaudir cierto tipo de conductas por el simple hecho de compartir el fin que buscan. Estar de acuerdo con el proyecto de ley para reducir el periodo de vacaciones de los congresistas que ha promovido el representante del Centro Democrático, Gabriel Santos, no significa que se deba estar de acuerdo con las formas que ha utilizado en contra de su colega Jennifer Arias por no haberle firmado la iniciativa.
Es difícil no coincidir con la propuesta, de hecho, son muy pocos los que no están de acuerdo con disminuir dos meses el periodo vacacional de los congresistas y poner a trabajar más a los miembros de una de las instituciones más desprestigiadas del país, que ha logrado su fama, entre otras cosas, por la actitud que ha asumido la presidenta actual.
Sin embargo, Arias no es la primera a la que han puesto en esa posición para retrasar iniciativas legislativas. El senador Arturo Char, quien acaba de salir de la presidencia del Senado, fue un campeón en ese sentido. Alejandro Carlos Chacón fue un mago para dilatar la reforma a la justicia cuando la ministra era Gloria María Borrero y mucho más atrás, Germán Varón cuando se tramitaba la segunda reelección de Álvaro Uribe. Todos los políticos del país saben que las presidencias de Cámara y Senado se buscan exactamente para eso.
Por eso que el arte de la política es convencer y disuadir al contrario. Desde que existe la República, los trámites han estado sujetos a ese tipo marrullas. El representante Santos, quien llegó por primera vez al Congreso por nada distinto al privilegio que da su apellido, ha decidido olvidarse de esa premisa y aplicar una estrategia mediática y electoral más rentable: el matoneo.
Pegar carteles con la foto de su compañera acompañada de la frase de ‘SE BUSCA’ para mostrarle a la ciudadanía que la presidenta de la Cámara no aparece para firmarle su proyecto es prácticamente acoso. Es emular los muros de la infamia que tumbó la Corte Constitucional en el 2007 con el argumento de que se debía defender la dignidad, el buen nombre y la intimidad hasta de los violadores. Entendiendo que por más tráfuga y delincuente que sea el individuo hay derechos que se les deben respetar.
Ni una llamada ni un intento de diálogo con su colega tuvo el representante Santos antes de recurrir a esa estrategia. En una consulta telefónica que le hice me confirmó que no había intentado hablar con ella desde hace tres semanas. ¿Como se puede querer hacer una política distinta si no se busca el diálogo? ¿Cómo puede ser la renovación política aquella generación que apela al matoneo?
Estoy convencida de que el representante Santos no lo hizo con mala intención, sino por la desesperación de que no le hayan firmado su proyecto. En su vida seguramente nada le ha sido negado, por eso cuando se enfrenta a las marrullas habituales de la clase política se desespera y tiene estas salidas en falso. Demostrando algo muy grave, que su actitud obedece a que de forma inconsciente cree tener el derecho de hacerle eso a esta presidenta de la Cámara porque es mujer, porque es de provincia y por sus diferencias de clase.
Cuando esgrimo esta clase de argumentos a la gente le chocan y les parecen exagerados. Pero valdría la pena parar y reflexionar si el representante Santos hubiese utilizado esa misma estrategia en contra de un colega hombre, bogotano y de un origen social parecido al suyo.