La decisión del Gobierno de España de mandar carros de combate a Ucrania, en sintonía con el acuerdo finalmente alcanzado por los países de la Unión Europea tras la resistencia inicial de Alemania, suscita numerosas reflexiones políticas al margen del impacto que esas poderosas y sofisticadas armas pueda tener en el desarrollo de la guerra provocada por la invasión rusa.
Una de esas reflexiones, si es que no la primera, atañe a la forma en que esa decisión se ha tomado, sin haber pasado por su debate en el Congreso de los Diputados, máximo órgano de representación, como se sabe, de la voluntad popular.
Pero se trata, en todo caso, de una decisión ineludiblemente forzada por las circunstancias, desde aquellas que desde el principio de la invasión suscitaron la solidaridad de España con el pueblo ucraniano y materializada en ayudas de todo tipo, hasta las que nos sitúan en un tablero en el que, por desgracia pero cual suele ocurrir en los tableros, sólo hay, sólo puede haber, blancas y negras, esto es, la víctima y el verdugo, el invadido y el invasor, un estado en construcción democrática en busca de su integración en la Unión Europea y un estado en imparable regresión belicista, imperialista y totalitaria.
Debió la decisión de mandar a Ucrania tanques modernos, tan simbólica como transcendente, emanar del consenso parlamentario, aunque se tomara donde se tomara, en el Consejo de Ministros o en la Carrera de San Jerónimo, la decisión habría sido, con toda seguridad, la misma, lo cual no empecé para que en democracia deban guardarse exquisitamente las formas, pues en política, como en casi todo, el fondo son las formas. Imposible eludir, en cualquier caso, el designio mancomunado de la UE que nos obliga. Y cegado, en consecuencia, el curso de un debate que acaso debió llegar más lejos, otras reflexiones, no obstante, subyacen a la principal.
Lo ideal no es sólo que no hubiera que mandar máquinas de matar a ningún sitio, sino que esas máquinas no existieran, que nadie las hubiera fabricado, que los casi 10 millones de euros que cuesta cada Leopard A5 se emplearan en remediar la miseria y la desesperación en un mundo cada vez más desigualado.
Pero es una guerra, y una guerra que, además, no sólo ha invadido Ucrania, despedazándola, sino la conciencia y el corazón de cuantos en el planeta aman la paz, el derecho y el supremo valor de la vida, despedazándolos también. Lo ideal, en suma, es que todos nuestros Leopard se hubieran podrido por falta de uso y mantenimiento como el medio centenar de ellos arrumbados en un almacén de Zaragoza.
Pero no ha podido ser: la guerra llegó antes que el óxido.