En Colombia, ciertos partidos políticos son muy consistentes en el sentido que siempre son gobiernistas. Lo curioso, sin embargo, es que hay una clase de tecnócratas que se comporta de la misma manera, pese a su aspiración a conformar un servicio civil que, como el alemán o el británico, es en teoría independiente de la política.
Con frecuencia, sus miembros hacen proselitismo y participan activamente en campañas electorales de todo tipo. Luego pasan a ocupar cargos en el Estado y sus satélites -como los gremios- sin importar el ganador. La tecnocracia que se proyecta como un contrapeso a la política colombiana, la cual considera irracional y caótica, resulta ser una mera extensión de ella.
Dicho comportamiento es entendible, entre otras cosas porque el sistema económico colombiano incentiva el ocupar cargos en la burocracia estatal sobre el empleo en el sector privado, ni hablar de la creación de empresas formales.
Lejos de permitir la libre operación de los mercados -como suponen erróneamente los críticos del “neoliberalismo”- el sistema colombiano ha generado una cultura general donde la principal motivación económica de los jóvenes profesionales es la captura de las rentas del Estado.
Extrañamente, este problema -quizá el más grave del país en términos estructurales- está del todo ausente del debate nacional, en parte porque las universidades forman una parte fundamental del sistema. Aunque mantienen una idea romántica del “servicio público” al cumplir el rol de cunas de tecnócratas, en la práctica compiten entre sí por situar a la máxima cantidad de los suyos en las crecientes instancias de la burocracia estatal.
Por ello, no sorprende que las facultades de ciencias sociales pasen por alto o ignoren por completo las lecciones de la escuela de elección pública, cuyo enfoque son las imperfecciones, carencias e incentivos perversos de los actores del sector público (aquellos expertos en descubrir “fallas del mercado” que, en realidad, suelen ser fallas del Estado).
Como escribió James Buchanan (1919-2013), uno de los fundadores de dicha escuela y ganador del Premio Nobel de Economía en 1986, “si la acción política produce valor económico, las personas invertirán recursos y esfuerzos para capturarlo”. Y si este valor involucra la transferencia de recursos de un grupo a otro, la inversión, lejos de contribuir a un ficticio bien común, resulta ser “un despilfarro en términos de valor agregado”.
Ello está relacionado a la característica principal de la burocracia según el autor Nassim Taleb: es “una construcción en la cual la persona está convenientemente separada de las consecuencias de sus acciones”. Por dañinas que sean las políticas públicas, quienes las implementan suelen ser inmunes a sus efectos, por ejemplo al destruir grandes segmentos de la economía privada sin perder un sueldo estatal.
En esencia, la escuela de elección pública nos recuerda las palabras de James Madison: quienes gobiernan no son ángeles, y es tan importante controlarlos a ellos como a los gobernados. Como explica el profesor Don Boudreaux de la Universidad George Mason, quienes promueven soluciones gubernamentales para todo problema suelen omitir esta percepción elemental.