Todos estamos en la cancha | El Nuevo Siglo
Viernes, 5 de Julio de 2024

Las Águilas de Olimpia vuelan aun por el mundo llevando en sus picos las coronas del olivo sagrado que consagraban al triunfador de las justas panhelénicas. El monte Kronim fue el lugar en donde se levantó el santuario de Olimpia y se construyó el primer gran estadio que albergaba hasta 40.000 personas. Los juegos, así mismo, fueron un mensaje de amistad y paz entre atenienses, espartanos y corintios, los vencedores de Persia, cansados ya de las guerras entre sus ciudades y sus gobernantes. La tregua sagrada era cumplida y respetada. Una estatua colosal de marfil y oro representaba al primero de los dioses, Zeus, quien los presidia. Se enfrentó a su padre Cronos porque devoraba a sus propios hijos y lo derroto, convirtiéndose en el nuevo señor del Olimpo. Ese episodio de la mitología griega simboliza la eterna lucha por el poder y la búsqueda de la victoria, propia también de las competencias deportivas.

Los juegos de Olimpia iniciados en el 476 a.c. se extendieron por todo el orbe y a través del tiempo. Sus escenarios resistieron hasta el terremoto devastador del siglo III d.c. Pero, los arqueólogos lograron encontrar entre sus ruinas un bello testimonio: el taller de Fidias y una estatua de Atenea.

El espíritu helénico, el sentido agonal de los atletas, la competencia que hace ondear todas las banderas y lanzar todos los gritos. Que hace viajar a través del mar para ver un gol de Lucho o un pase de James, se apodera de todos los estadios, de todos los países. Y, además, el avance del hombre nos permite ver al mismo tiempo todas las competencias en el momento preciso cuando están sucediendo. El televisor nos obliga a encenderlo y en sus pantallas, tan pequeñas como inmensas, podemos protestar por una falta de Vinicius, rabioso por un sombrero Zenú que le hizo James o podemos levantarnos ante un ace de Sinner, un berdie de Mcllroy, una veloz vuelta de Verstapen o rabiar porque Egan no regresa aún a sus victorias. También aplaudimos un gol de Morata, y menos espontáneos, registramos la hazaña del futbol venezolano en la Copa América. Si, Copa América, Copa Europa, Tour de France, Wimbledon, Formula 1, el abierto de Golf de USA. Y, desde la Tour de Eiffel se ven los atletas ya presurosos llegando a los juegos olímpicos de nuestro tiempo, en la ciudad luz, en la vieja Lutecia, en París.

Conservar un invicto por 26 juegos, compitiendo con selecciones de Europa y América es una proeza de magnitud heroica. Vestido negro y camisa Vinotinto son la cábala del director técnico de la selección Colombia, Lorenzo, quien antes de iniciarse en su cargo, visito uno a uno a los jugadores, le hablaron de sus problemas y de sus capacidades. Los entendió, los animó, les advirtió también de sus decisiones estratégicas y tácticas, de la disciplina necesaria, de los enigmas de sus entrenamientos y de sus aspiraciones. De sus convicciones sobre que juntos podrían triunfar, sin rabietas, con amabilidad, con respeto, con autoridad. Con una intensidad asombrosa por lo amable ha logrado, Lorenzo, construir un equipo de colombianos capaces de llevarse más de una copa americana o mundial, no hay límites porque cuentan, Lorenzo y los jugadores, con un pueblo que los quiere, con un pueblo feliz que grita, llora y se exalta ante cada jugada de la mejor selección de futbol que hemos tenido. Los colombianos no somos ya simple espectadores. Todos estamos en la cancha.