Aunque el número de votos depositados no fue suficiente para que las propuestas formuladas en la consulta contra la corrupción se convirtieran en mandatos de forzoso cumplimiento, no se debe desconocer que muchos colombianos participaron. El certamen tuvo un efecto político, y esa alta participación tiene un sentido, en cuanto se trata de un llamado a los órganos estatales y a la sociedad misma para que todos nos empeñemos en rechazar la corrupción y en defender la legalidad como reglas fundamentales de conducta.
Ahora bien, se deben presentar y tramitar normas -no necesariamente las que se proponían en el texto votado-, orientadas a cerrar todas las vías que permiten a los corruptos conseguir sus nefastos fines en perjuicio de la moralidad y el patrimonio público. Pero ante todo, es necesario aplicar las normas que ya están vigentes y desactivar la cultura de la corrupción que se ha adueñado de muchos sectores.
Muchas de las disposiciones propuestas ya hacen parte del ordenamiento, como la extinción del dominio o la obligación de hacer públicas propiedades e ingresos de funcionarios. Pero hay otros elementos que hacen falta: la necesidad de hacer que los corruptos paguen de verdad pena de prisión -en la cárcel, no en lujosos pabellones-; que se les aumenten las penas de manera drástica; que no dispongan de beneficios ni de rebajas o subrogados; que -sin perjuicio del debido proceso y las garantías constitucionales- no se puedan seguir beneficiando de la artimañas de abogados deshonestos para lograr casa por cárcel o libertad por vencimiento de términos, con duras sanciones penales y disciplinarias a esos profesionales tramposos; que se los obligue en serio a restituir las millonarias sumas conseguidas mediante sus ilícitas actividades; que se les haga efectiva la inhabilidad permanente para desempeñar cargos públicos o contratar con el Estado.
Se requiere un trabajo de proyección normativa bien concebido y estructurado, sin improvisaciones y sin repetir lo que ya existe. Y sin politiquería.
Desde luego, en cuanto a los mecanismos de participación ciudadana, los dirigentes políticos deben evitar acudir a ellos cuando sean manifiestamente inadecuados para el fin que se busca. Reservarlos para muchos efectos en que la voluntad popular debe ser consultada. Así, esta consulta, tan costosa -más de trescientos mil millones de pesos-, no era necesaria para que el gobierno -como en efecto lo hizo el Presidente Duque- se comprometiera a liderar los procesos legislativos, administrativos y de control para salvaguardar el patrimonio público. Lo indicado desde el punto de vista jurídico, si se quería oír al pueblo, era un referendo constitucional, toda vez que, mediante él los colombianos habríamos podido aprobar directamente y sin más trámites todas las reformas que requiriera la Constitución.
Por otro lado, se sabía que erradicar la corrupción en Colombia -que es lo que persigue la ciudadanía de bien (la mayoría de los colombianos)- no era un propósito que se lograra merced a la votación del 26 de agosto, ni de manera automática. Por eso, no estuvo bien que se engañara a los posibles votantes, haciéndoles creer en el efecto mágico de la consulta. Ahora que ella no alcanzó el umbral, veremos qué tan genuino es el compromiso del Gobierno y de los promotores en cuanto a la lucha contra la corrupción.