Hace treinta años el país se introdujo en el embeleco de cambiar la Constitución; pertenecemos a una estirpe que siempre ha considerado que modificando las normas puede mejorar la sociedad; si ello fuera así, y nos dispusiéramos a evaluar estas tres décadas de la Constitución de 1991, por el estado en que se encuentra la sociedad colombiana, a la hora de hoy, el resultado sería completamente adverso, pues estamos socialmente peor, aunque con una Constitución más actualizada y a tono con los grandes desarrollos sociales universales. Pero el problema no es de las normas sino de toda una sociedad que hace un pacto de convivencia que no puede cumplir por múltiples razones.
Sucede que, en derecho constitucional de vieja data, se distingue entre las constituciones formales, cargadas de derechos y de garantías, nutridas de principios, que ponen al ser humano en el centro del universo, en la letra cabe todo; de las constituciones reales, es decir, de la capacidad para que un Estado pueda hacer efectivos todos esos derechos de las personas que se pregonan en las partes dogmáticas de las constituciones. Ahí es donde está la realidad viviente en Colombia, donde la Constitución va por un lado y la sociedad por otro. Si de Constitución se tratara no tendría por qué existir violencia, discriminación, hambruna, desempleo, corrupción, ni protestas sociales. Por todo ello es que, con todo respeto, no me agrupo en ese sector de la opinión que divide la historia de Colombia antes y después de la Constitución del 91.
Pero si bien la parte dogmática de la Constitución, que tampoco es que tenga una diferencia abismal con la de 1986, marca un punto importante al poner al ser humano en el centro de la vida nacional; la parte orgánica, que establece la organización de las ramas del poder público y otras piezas y formas de la organización estatal, introdujo lo que podríamos llamar un “gigantismo” estatal y burocrático, que además, hemos venido agrandando paulatinamente, al punto que tenemos un diseño de administración nacional, pesado y costoso para su funcionamiento.
En 1991 creamos, entre otras, las siguientes instituciones: Corte Constitucional, Consejo Superior de la Judicatura, Defensoría del Pueblo, Fiscalía General de la Nación, Auditoría y la Contraloría, que sin duda han contribuido a la buena marcha de la nación colombiana; pero también han aumentado la cuenta del Estado. Pero, además, hemos venido aumentando esa gran infraestructura, con la Comisión Disciplinaria, la JEP y la Comisión de la Verdad y otras que se precisan para dar cumplimiento a los Acuerdos de Paz.
De pronto, una de las ramas que quedó con peor diseño fue la justicia; atomizada en cuatro Cortes y ahora, otra más con la JEP; con una Fiscalía que la desacredita por falta de resultados en la lucha contra el crimen y no se compadece su actual función, con la ubicación en su original estructura; un acceso restringido a la justicia y una actuación lenta y demorada. Este tiempo de los treinta años convendría no tanto para festejar, como sí para revisar, hacer un adecuado balance y proponer las correcciones que se precisan para que nuestra convivencia mejore y se haga realidad la justicia entre los colombianos.