Definitivamente, el Mediterráneo ha sido y sigue siendo el corazón geoestratégico mundial.
De hecho, la atención se centra ahora en Libia.
Cuando Gadafi fue derrocado en el 2011, tras ejemplares sanciones colectivas, se pensó que la estabilidad tardaría poco en llegar al Magreb.
Los rusos se concentraban en Siria para conservar su influencia, Egipto lograba desterrar a los Hermanos Musulmanes y las potencias occidentales formaban un esperanzador gobierno local en 2015.
Pero ese gobierno fue ablandándose y contaminándose.
Si, en la práctica, lograr la unidad nacional ha sido y sigue siendo una quimera por mor de la fragmentación étnica y cultural, la porosidad del gobierno aceleró la atomización y llevó a que, progresivamente, Trípoli contara tan solo con el apoyo de Italia y Qatar.
Un antiguo mariscal de Gadafi, Khalifa Hafter, que por lo renegado fue haciéndose confiable, comenzó un proceso de transformación, orientado a liquidar aquel frágil gobierno reconocido por la Onu.
Por supuesto, Egipto y los Emiratos Árabes Unidos fueron los primeros en prestarle asistencia y, en poco tiempo, se granjeó también el respaldo de Francia, Rusia y EEUU.
De tal manera, orquestó una ofensiva desde Bengasi (hoy por hoy, la verdadera capital libia) y llegó hasta las afueras de la mismísima Trípoli.
Pero el asedio de varios meses se encuentra estancado.
Los franceses padecen de graves problemas de gobernabilidad y a duras penas logran mantener su presencia en las antiguas colonias centroafricanas.
Los norteamericanos no quieren desgastar sus recursos en el área, y es comprensible que les pidan a sus aliados otantistas que asuman los costos y la responsabilidad en el sector.
Y los rusos, decididos a permanecer en Siria, han recurrido al mismo método que en Crimea, enviando solo mercenarios (contratistas) para reforzar a Hafter.
En otras palabras, es cierto que él no ha gozado del apoyo decisivo para tomar el poder, pero también lo es que ha desperdiciado tiempo y recursos que ahora echará de menos con la llegada de los turcos al conflicto.
Precisamente, Ankara ha concluido desde hace ya muchos años que su papel en la región no puede limitarse a garantizar su integridad territorial frente a los kurdos, o a ocupar una franja de seguridad al norte de Siria para anular la amenaza terrorista.
Antes bien, Turquía anhela expandirse y reconstruir su perfil imperial. Por eso está enviando tropas y mercenarios sirios a apoyar al desgastado régimen de Trípoli. Y por eso se atreve a enfrentar a Hafter, Washington y Moscú.
Sin duda, se trata de una apuesta peligrosa, pero, al fin y al cabo, una buena apuesta porque, muy probablemente, en el futuro cercano no haya una sola Libia, sino dos: la controlada por un montón de aliados, y la controlada por Turquía.