Todas las encuestas bobas que preguntan sobre el tema arrojan el mismo resultado sorprendente: los colombianos son uno de los pueblos más felices del planeta. Probablemente sea así. Muy felices. Tan felices como los pasajeros del Titanic segundos antes de estrellarse con el iceberg gigantesco que precipitó su naufragio.
En estos días la felicidad es bulliciosa y generalizada. Cada cual mira a su alrededor y encuentra motivos de dicha en su entorno. Los revolucionarios no caben del gozo porque desde La Habana les resucitaron la fe en el triunfo final. Desempolvaron los textos de Lenin y recitan entusiasmados sus recomendaciones. Para ellos es una lectura reconfortante, después de tantos años de esperanza estéril, gastados en loas a Fidel Castro, asonadas con intercambio de pedradas con la policía, pintas en las paredes y fracasos políticos. Rejuvenecen los maestros de vejez respetable. Tal vez alcancen a ver el principio del triunfo final. Suficiente para estar felices.
Como lo están los laboriosos empresarios medianos y pequeños que durante décadas combatieron la competencia extranjera, sortearon la nacional y ahora gozan de unos balances positivos que permiten tomarse lujos inesperados, pedir que vuelva el proteccionismo y agradecerle a los guerrilleros retirados que encaleten las armas.
Los grandes empresarios gozan a plenitud pensando lo bien que opera su sector o lo mal que marchan sus competidores y lo fructífera que será una embestida de mercadeo para sacar del cuadrilátero a sus rivales. Abundan las razones para que la felicidad crezca con las cifras el balance.
Y el sector financiero con intereses de captación al 7% y cobrando más el 27% a quienes solicitan crédito, se regocija con estas leyes del mercado que favorecen a los que son más hábiles que sus clientes o están menos acosados por las necesidades urgentes.
Agricultores y ganaderos disfrutan su buena dosis de felicidad porque, en la última cosecha, no apareció la guerrilla a llevarse una parte sustancial de las ganancias o a arriar para los pastos de la revolución a cuanto torito capturan para que le haga compañía al barcino.
Los aprovechadores del Estado, expertos en el arte de ordeñar los fondos públicos, pueden moverse a sus anchas porque saben que la justicia cojea y no pasa nada, salvo que llegue al patíbulo de los medios.
Los periodistas saltan de alegría por las cada día más amplias posibilidades de lucirse destapando el vergonzoso tejido de peculados, cohechos, desfalcos y descarados latrocinios que pululan en la administración pública y que son una fuente de felicidad para el ladrón que roba y para el comunicador “sorprendido” que lo descubre y lo exhibe como una lacra social.
Entre tanto, el buque navega derecho hacia el iceberg. En medio de la eficaz tarea de demolición de las instituciones, que avanza gracias a esa despreocupación colectiva, justificada en la defensa de intereses particulares, la democracia que edificamos con tanto esfuerzo, está desmoronándose ahogada entre la inconciencia general. A nadie parece importarle que el andamiaje se desplome, nadie lo siente propio, nadie mueve un dedo para reparar sus fallas, ni gasta un céntimo para robustecerlo sino para corromperlo. A nadie le importa que el barco se hunda, no lo considera suyo. A nadie le preocupa saber cuál es el puerto de destino.
Solo las Farc saben para donde van. Jamás se imaginaron que el establecimiento se entregara tan fácil y felizmente.