Ejerciendo la vieja costumbre que forjó mi padre de dormir con el radio encendido -esa “maldita matraca”, como lo llaman por acá- no sentí el temblor de tierra de la madrugada del domingo pasado, pero sí lo escuché por la emisora y al instante la noticia me transportó en sueños al fatídico temblor del 25 de enero del 99, que tampoco sentí, porque estaba trabajando en el ardiente San Alberto, pero que causó estragos y puso a girar la zona cafetera en torno de su eje, construido encima de la temible falla del Romeral, sembrada en nuestra Cordillera Central, que también nos interconecta con el Cinturón del Fuego del Pacífico, que en forma de herradura se extiende sobre 40 mil km y sirve de nido a 452 volcanes activos e inactivos, responsable de casi todos los terremotos del mundo y que mantiene a tiro de escopeta a todos los países costeros de ese mar, empezando por esta Patria del Sagrado Corazón de Jesús, que ojalá no nos desampare.
Pero acto seguido, en el curso de mis quimeras, me remonté a una finca que tenía mi familia a mitad de camino entre Pereira y Armenia y frente a la cual los parroquianos que se la pasaban tomando tinto en las cafeterías del centro, decían, mientras mascaban Pielroja sin filtro: “Don Octavio es el único que compra la finca Balsora, pero también el único que la vende”.
Y tal vez lo decían por varias razones: era tan fría y lluviosa que para la agricultura, nula, pues vivía empantanada y la otra vez sembraron unas rosas de los vientos y se cosecharon coronavirus de tempestades; trabajaba por allí un labriego, tan feo, que solo lo contrataban para sembrar el pánico, y cuando se tomaba un par de aguardientes saludaba más que un caballo cojo; las vacas no daban leche, sino lástima; había un jumento tan haragán -llamado Pocasplumas- que cuando le ponían la silla, ahí mismo se sentaba en ella, y con el caballo estelar, Andaluz, ocurrió algo curioso: cuando mi padre estaba dando la vuelta sobre sus lomos, acompañado de su fiel can-cerbero, y en momento en que se detuvo a contar unas vacas, el corcel le habló, cual humano, y hombre y perro salieron de patitas a la montaña, corriendo como alma que lleva el diablo y cuando no pudieron más, del cansancio, tirados en el pasto, el muy atorrante Sorrento sólo abrió la jeta para decir: “¿Don Octavio, qué susto tan berraco nos pegó ese maldito caballo, no?”.
Post-it. Me alegra sobremanera que la Corte Constitucional haya “legislado” -en cambio de un inoperante Congreso de la República- para permitir a los aforados la posibilidad de la doble instancia -derecho fundamental- y, de contragolpe, haya podido “desfacer el entuerto” que pesa sobre Andrés Felipe Arias y estudiar la factibilidad de mermar una infame condena de única instancia que tasaron unos magistrados en 17 años -como si se tratara del peor criminal- para desquitarse del gobierno Uribe por el lamentable capítulo de unos micrófonos puestos debajo de la mesa de una sala de audiencias. Fallo de oídas.