EL primer error del gobierno colombiano frente a la pandemia fue asumirla como un problema de salud en el Lejano Oriente.
Nunca la percibió como lo que realmente es: una cuestión de seguridad nacional.
De hecho, aunque fue elegido para restablecer la seguridad ciudadana, es en este campo en el que peores resultados se perciben, con lo cual, no es de extrañar el catastrófico respaldo que muestran las encuestas.
El segundo error fue minimizar o relativizar el asunto con la típica alusión a “que no cunda el pánico” porque “la gente exagera demasiado” y solo “hay que guardar la calma”.
O sea, que a la parálisis por ingobernabilidad, se le sumó cierta dosis de desidia, negligencia, o indiferencia, como quiera verse, porque en la práctica significan lo mismo.
En todo caso, esa frivolidad se vio reforzada por la serie de cálculos burocráticos en que el Presidente se enfrascó para repartir cuotas entre los diversos sectores políticos, tardando así varias semanas en contar con un ministro de Salud en propiedad.
Tamaña inestabilidad llevó al tercer error, es decir, a la anulación de la anticipación estratégica, con lo cual, el Gobierno terminó marchando al ritmo impuesto por el virus y no a la inversa; es decir, cayó en la trampa de la simple conducta reactiva.
Obsesionado por ver en la protesta social al enemigo interno, el Ejecutivo se sumergió en la maraña de la ‘conversación nacional’ y, en vez de alcanzar un consenso nacional basado en la negociación, se aisló en Palacio, departiendo alegremente con grupos focales.
Cayó, pues, en el error número cuatro, el de desconectarse del país, mientras la “amenaza invisible” avanzaba desde Wuhan hacia el puerto de Cartagena y El Dorado para penetrar sin control alguno, como Pedro por su casa.
De tal manera se vio envuelto, sin siquiera darse cuenta, en el mare mágnum de la improvisación y el descontrol, esto es, el quinto error, gravemente agigantado por la llamada “ñeñepolítica” y el “síndrome de Aída Merlano”.
Por supuesto, al verse en ese clima de inconsistencia y asfixia, los gobiernos subnacionales empezaron a actuar por cuenta propia, asistidos por un plausible criterio de responsabilidad racional.
Los antioqueños, primero, y medio país poco después, empezaron a dar muestras de tal creatividad –y coraje- que se formó una especie de ‘jefatura paralela del Estado’ encabezada con toda firmeza por la alcaldesa de Bogotá, en lo que bien puede verse como el anticipo de las presidenciales del 2022.
Para no ir muy lejos, todos estos errores han sumido al Ejecutivo en un politraumatismo marcado por la puerilidad autoritaria, la inestabilidad y a la inseguridad existencial.
Inseguridad existencial: aquella que lleva al ciudadano a sentirse inerme, desamparado y maltratado al mismo tiempo, valga decir, presa de la disonancia cognoscitiva, la desinformación y el vacío de poder.