Cuando me enteré de que un murciélago era el causante de esta pandemia que ya se ha llevado a más de 3 millones de almas, me preparé para su “cacería”. Como me recomendaron el azufre, compré una libra, la partí en cuatro y al primer mamífero placentario que vi volando en el patio de mi casa le lancé un trozo, pero no acerté; ensayé con un segundo azufrazo, tampoco le di y renuncié, porque ya me estaba quedando sin el sulfuro; después quedé doblegado al escuchar en el solar un enternecedor diálogo entre un ratoncito y su mamá ratona: “mira, mami, un angelito” -dijo el pequeñín, señalando al esperpento noctámbulo- y allí terminó mi profesión de exterminador de murciélagos. Después dijeron que lo de su responsabilidad era puro cuento chino, que el virus había salido volando de un laboratorio de Wuhan y empecé a reflexionar sobre la ignorancia invencible del hombre, que le hace cometer crímenes de lesa animalidad.
Y a recordar con pesar en sus últimos tiempos a San Juan Pablo II, enfermo y agotado, arrodillado por horas para pedir perdón por los pecados de la Iglesia y leía en su silencio sepulcral que a lo primero que apuntaba era hacia la Inquisición, seguramente se centraba en la bula Summis Desideratis Affectibus, de Inocencio VIII, que en 1484 decretó oficialmente la existencia de la brujería y dio pie al “martillo de las brujas” -Malleus Maleficarum, obra espantable, redactada en 1486 por los monjes dominicos Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, escribientes del Sacro Imperio Romano Germánico- que era el perfecto manual -Corpus Iuris maleficarum- con carácter vinculante para los magistrados del Santo Tribunal de la Inquisición, con la pretensión de, por vía de su cacería, acabar con cualquier resquicio de maldad, pestes y toda suerte de desgracias que azotaban la Edad Media.
Y las mujeres, enjuiciadas hasta por el más leve “intento de sospecha” terminaban, previa tortura inenarrable, en la hoguera; a las pobres campesinas les imputaban “prácticas brujeriles” hasta por recoger hierbas para el “sancocho”, asociándolo con preparar hechizos mágicos destinados a dañar al hombre y a las curanderas que preparaban recetas y ungüentos les decomisaban el caldero en el que preparaban los maleficios y a las comadronas a las que se les llegara a morir el niño o su madre en el trabajo de parto les endilgaban pactos con Lucifer. Triste que nuestra noble Ecclesia se hubiera enredado en tal oscurantismo por tantos años y con su accionar atrabiliario la Congregación del Santo Oficio se hubiera convertido en la peor vía de hecho. Baste recordar que fueron incriminados científicos y astrónomos tan notables como Nicolás Copérnico, Giordano Bruno y Galileo Galilei, porque sus tesis no giraban en la misma órbita que las de la Iglesia; y Juana de Arco, heroína de Francia, quemada dizque por hereje y al tiempo revisado su caso y canonizada. Prueba superada. Las brujas existen, pero no tanto.
Post-it. Observando la total andanada de críticas contra la reforma tributaria, se me vino a la memoria una frase que leí en alguna parte hace años: “en toda unanimidad siempre subyace algún móvil de bellaquería”.