Visitar los grandes museos del mundo se ha convertido en un ejercicio muchas veces frustrante, que requiere de mucha paciencia y dinero.
Cuando niña, y aun hace un par de décadas, cuando mis hijos eran niños, la visita a la mayoría de museos era gratis, o con el pago de un aporte voluntario. Recuerdo cuando se entraba sin reservación, sin hacer líneas eternas, sin pasar por detector de armas, ni ser esculcado como un criminal, o ser mirado como un sospechoso con tarjeta roja de Interpol.
Hoy, entrar a museos como el Louvre, el Prado, el Hermitage o la Galería Uffizi, se ha convertido en algo casi desagradable y, en muchos casos, poco gratificante. No porque estos templos del arte no sean poseedores de algunas de las obras más bellas, intrigantes y conmovedoras creadas por el hombre, sino porque los que deseamos verlas somos muchos, ¡demasiados! Simplemente, los museos han llegado al tope de la saturación de visitantes.
Hace unos días pasé por el Louvre, emocionada de tener la oportunidad de ver una muestra de la obra del pintor Johannes Vermmeer. Recientemente, en Bogotá, había presenciado un excelente documental sobre este pintor del barroco flamenco.
Fue durante el siglo XVII cuando el dinero del comercio desarrollado por Holanda, generó suficiente riqueza para que algunas de sus ciudades se convirtieran en centros de arte y cultura Europea.
Vermmeer, casi olvidado hasta el siglo XIX, ha tomado gran relevancia debido a la popularidad de algunos de sus cuadros como La joven con el arete de perla, cuya historia novelada fue hermosamente llevada al cine. El detalle con que el flamenco lleva a sus lienzos la vida y costumbres diarias en “el siglo de oro” de los Países Bajos y la tenue luminosidad de sus colores, fascina.
La espera para entrar al Museo fue de una hora, con todo y que había comprador las boletas con anticipación. La visita sería a las 8 p.m. pues todas las demás estaban copadas. Pensé: ‘bueno no es tan malo, será una hora menos congestionada’.
Me engañaba; una vez dentro del Museo, entrar a los salones de la exposición me tomó otros 45 minutos y lograr acercarme al primer cuadro, Mujer mirando por la ventana, fueron diez minutos más. Entre empujones, codazos y malas caras, finalmente lo logré. Allí se pretendía hacer una comparación con 4 óleos, casi iguales sobre el mismo tema, elaborados por pintores contemporáneos de Vermmeer; algo que fue imposible.
Fue igual de difícil acercarme a observar, Mujer con loro, Mujer tocando el clavicordio, Mujer esperando a su amante y, el más famoso en esta exposición, La lechera. La congestión era verdaderamente infranqueable. Una hora después, el Museo cerró y nos sacaron a las carreras. Fue imposible ver la segunda exposición incluida en el billete de entrada y muy recomendada, aquella de Valentín de Boloña, un contemporáneo de Caravaggio.
Salí frustrada. Vi y aprendí mucho más en el documental presentado en Bogotá. Semejante fue mi experiencia en el Grand Palais, donde se presentaba una selección de Rodin. Había solo unas pocas obras del escultor y muchas de otros con los cuales los expertos pretendían compararlo. Éramos hordas de gente luchando por verlas.
En fin, sonará muy feo, pero así las cosas; mejor compra un buen libro sobre el tema, con seguridad se disfrutará más, sin colas, empujones, ni carreras.