La mejor prueba acerca del carácter inoficioso de la costosa consulta “anticorrupción” consiste en que, pese a no haber obtenido el umbral para que produjera algún efecto jurídico vinculante, ya están presentados varios proyectos con ese objeto y ha comenzado su trámite. Además, el Presidente de la República se ha reunido con los promotores y, de manera voluntaria, ha asumido la misión de sacarlos adelante, frente a un verdadero cáncer que ha venido carcomiendo el patrimonio público y la credibilidad institucional.
Es que la consulta tenía, al menos en apariencia, ese loable propósito, con el que coincidimos. Lo que nos permitimos apuntar sobre ella consistió en subrayar que, desde el punto de vista de su eficacia, no era el instrumento de participación indicado, en cuanto mediante consulta popular, por expresa norma estatutaria –así hubiese alcanzado el umbral-, no se podía modificar la ley y menos la Constitución, y si, de todas maneras había que llevar todo a la consideración del Congreso, no se justificaba el altísimo costo del proceso electoral llevado a cabo: más de trescientos mil millones de pesos. Lo adecuado habría sido la convocatoria de un referendo constitucional, previsto en el artículo 378 de la Carta Política, pues mediante él, desde luego alcanzando el umbral (la cuarta parte del censo electoral, menor que el de la consulta) y la mayoría favorable, el pueblo habría podido modificar directamente las normas superiores, sin necesidad de tantas vueltas.
Todo ello, como también lo dijimos, si para luchar contra la corrupción es suficiente la expedición de más y más normas, inclusive disposiciones ajenas a aquélla (como la propuesta de rebaja de los salarios de servidores públicos). Por el contrario, pensamos que, aun siendo aconsejable adicionar algunas reglas a las ya existentes, lo importante es que todas ellas se cumplan y se apliquen. Y lo más importante: más que de normas, el problema de la sociedad colombiana reside en la paulatina pérdida de respeto a los valores y en el desconocimiento de los principios tutelares, que deberían regir y gobernar tanto la actividad pública como la vida personal y familiar de los colombianos. Infortunadamente, entre nosotros se han relajado los resortes de la moralidad, las sanas costumbres, la ética, la observancia del Derecho, la honestidad que obliga por convicción y buena conciencia, más que por temor al castigo.
Se ha abierto y extendido la equivocada idea según la cual el fin justifica los medios. De tal suerte que si la finalidad de una persona radica –como también se piensa erróneamente- en lograr la riqueza de manera fácil y rápida, es válido y aceptable cualquier procedimiento, así sea ilícito o inmoral.
Eso no puede continuar así. Tenemos que volver a educar a los niños y a los jóvenes con arreglo a principios, ética y valores. Enseñarlos a que robar y poner trampa no es bueno. A respetar unas mínimas exigencias de comportamiento, por persuasión interna, más que por apariencia ante los demás.