Así se hace historia | El Nuevo Siglo
Jueves, 9 de Mayo de 2013

Por Emilio Sanmiguel

Especial para El Nuevo Siglo

 

¿Cuántos conciertos realmente memorables se han hecho en Bogotá?

Pocos. Sinceramente pocos. Y eso que se hacen conciertos, de manera más o menos profesional, hace más de un siglo.

 

También es verdad que los conciertos memorables, por línea general, no han estado necesariamente a cargo de las grandes estrellas. Para la muestra los ejemplos más recientes protagonizados por figurones de la música: Dimitri Hvorostovsky, Deborah Voigt, Renée Fleming, Ramón Vargas y la Orquesta del Diván dirigida por Daniel Barenboim, a duras penas pueden ser considerados aceptables. Hace unos años Plácido Domingo en el Campín, al lado de Martha Senn, hizo un megaconcierto merecedor de tarjeta roja: despachó como pudo un sartal de arias de ópera y canciones, cada una peor que la otra, mientras Senn, que sí se había preparado, le dio una paliza musical.

 

En cambio figuras con menos cartel algunas de ellas, han escrito páginas gloriosas: el Concierto nº 4 de Beethoven que, allá por los años del estatuto de seguridad del presidente Turbay, tocó Teresa Gómez en el Teatro Colón, justamente cuando recobró la libertad de que la había privado el Régimen; las Goyescas de Granados que hizo Joaquín Achúcarro en la Luis Ángel Arango, los Cuadros de una exposición de Mussorgsky de Ivo Pogorelich también en la LAA, todas las presentaciones de Rafael Puyana, el Concierto en la menor de Grieg que de Leonid Kuzmin con la Filarmónica en el León de Greiff, tantas tardes memorables de esa Filarmónica de Bogotá, la de los años 70 y 80, el recital de Eva Marton y el de Olga Borodina con Hvorovskovky (qué ironía) en el Colón. Sigue la lista, claro, pero para más de un siglo de vida musical, pues… no es tan extensa.

 

Y la presentación de la Sinfónica de Montreal con Kent Nagano en el Teatro Mayor la noche del viernes. Una faena ardua para el director y la orquesta. Porque si bien es cierto la boletería se agotó y en el recinto no cabía un alfiler por el lleno hasta la bandera, ¡qué público tan difícil!

 

El solo hecho de conseguir embrujar un público así, ya de sobra fue memorable. Al Mayor van los pocos melómanos de verdad que quedan en Bogotá, los que saben que hay que estar ahí para estar en todo, algo de farándula, un poco de despistados, noveleros, la inefable cuota de jet-set criollo encargada de embellecer el corredor que funge de Foyer mientras escancian una copa de vino que sostienen con la delicadeza más encantadora…

 

Público en buena parte sordo como una tapia, no oye la solicitud de apagar los celulares, contestan llamadas en medio de la música, chatean por supuesto y seguramente no ven la hora de que el asunto llegue al final para poder disfrutar a sus anchas un poco más tarde de la rumba.

 

Sí, con esa clase de público se las ven los artistas que nos visitan y la Orquesta de Montreal con Nagano al frente no fue la excepción.

 

De acuerdo. No es un pecado aplaudir entre movimientos excepcionalmente, en el siglo XVIII y parte del XIX era usual, pero es que un discurso tan profundo y trascendental como el del primer movimiento de la Sinfonía nº 4  de Brahms, que fue el plato fuerte de la noche y de paso la única obra de la segunda parte del concierto, merecería un poco de recogimiento para poder pasar sin sobresaltos al Andante moderato… el viernes se desencadenó el aplauso, y los que aplaudían no captaron que, si Nagano no hizo ningún gesto y se mantuvo de espaldas al auditorio, pues ¡qué metida de pata! Pero no, insistieron, delatando así que, justamente, no entendían nada de lo que la orquesta y Nagano estaban haciendo.

 

La tranquilidad del final del segundo movimiento no disparó aplausos, pero sí el tercero, eso ya estaba cantado. Pero esos de los aplausos no hicieron mayoría, afortunadamente. La mayoría sí entendió que acababa de oír una versión extraordinaria de la Sinfonía en mi menor de Brahms, inolvidable, sublime en realidad.

 

El concierto abrió con la Obertura y Bacanal de Tannhäuser de Wagner, soberbia e imponente, con algo difícil de olvidar cuando al final la orquesta sonó como un órgano, de esos de tubos de las catedrales alemanas, ¡qué experiencia!

 

Luego vino la Suite del pájaro de fuego de Stravinski, que se puede hacer de dos maneras, como un homenaje al pasado musical ruso (Tchaikovski y Rimski-Korsakov) o como una pieza de audaz modernidad: Nagano prefirió la segunda, siguiendo una lógica irrefutable, que Stravinski armó su suite muchos años después del estreno del ballet en París con los Ballets rusos de Diaghilev a principios de siglo.

 

Y para cerrar, lo inesperado. Claro que de las orquestas en gira se espera un encore, es la tradición. ¡Pero es que Nagano y Montreal no hicieron uno sino cuatro!: Wagner, Berlioz, Bizet y Ravel… casi nada.