Dignificación responsable de saberes e inversión en calidad | El Nuevo Siglo
ES pertinente articular la transmisión de saberes indígenas y ancestrales socialmente relevantes en la educación superior, pero debe hacerse con seriedad. /Archivo AFP
Sábado, 28 de Octubre de 2023
Camilo Noguera Pardo*

En términos generales, partir de la premisa de que en Colombia hay un problema de cobertura es una falacia. La cobertura puede ampliarse, y la brecha puede seguir reduciéndose. Lo cierto es que, actualmente, la educación superior tiene problemas mayores y más reales. En la educación superior de Colombia lo que principalmente falta es inversión y calidad. Inversión para seguir ampliando cobertura y para descentralizar la educación disciplinarmente en aras de articularla con las necesidades regionales, avances tecnológicos, científicos y académicos, y el mercado laboral regional, nacional y global.

La etiología de la reforma parte de dos equivocaciones. La primera es considerar la falta de calidad consecuencia de la falta de inclusión: “La calidad en la educación como propósito es posible en la medida que se piense y desarrolle como un sistema integrado con base en enfoques diferenciados e interculturales con efectos en las formas de aprender con sentido situado” (Objeto del Proyecto de Reforma a La Ley 30 de 1992, 2023, p.4). La segunda es considerar la falta de cobertura consecuencia de la meritocracia o principio de consecuencia:“… alejándose así del mandato constitucional de la educación como derecho, lo que implica que quienes pueden acceder a ella sean aquellos que cuenten con los recursos para pagarla y con las capacidades y conocimientos exigidos en meritocracia desconociendo las desigualdades sociales y económicas existentes” (Objeto del Proyecto de Reforma a La Ley 30 de 1992, 2023, p.2). En realidad, con esta pseudo causalidad se implosiona el sistema y se lo pone en una posición de alto riesgo de derroche y corrupción en elefantes blancos y contratos para ampliar por doquier cobertura para una demanda que no existe, arrastrando una oferta famélica y de baja calidad.

En el mismo orden de ideas, es menester aclarar que la jerarquización de saberes de la educación superior (técnico, tecnológico y profesional) no es un criterio elitista: “…imaginario de superioridad otorgado a la formación universitaria sobre la técnica” (Objeto del Proyecto de Reforma a La Ley 30 de 1992, 2023, p.3).  Así mismo, la no equiparación de prácticas tradicionales con disciplinas científicas o académicas tiene una razón sumamente sustentada y arraigada en los avances del conocimiento humano, por lo que no es responsable aventurarse con la des-jerarquización de los saberes: “La Educación Superior en el país ha construido un imaginario colectivo que jerarquizó la diversidad de conocimientos y saberes con base en un criterio de ciencia, que devaluó conocimientos y saberes no fundamentados en el método científico” (Doc. VII Aportes al proyecto de ley pp.1-2; y principio de “Identidad cultural” lit. i, art. 5, proyecto de Ley Estatutaria 224 de 2023).  

 

Tiempo y profundidad

El sentido práctico y real de estas diferencias es simple: cuatro, cinco o seis años de estudios pesan más que uno, dos o tres. La distinción consiste en el tiempo y la profundidad de los estudios. De hecho, el alegato del valor de la diferencia entre saberes técnicos y profesionales está pasado de moda. Hoy por hoy, cada vez más el mercado laboral nacional e internacional ofrece mejores ingresos a técnicos y tecnólogos de ciertos saberes que a profesionales de las humanidades y de las ciencias duras.

En consecuencia, una ley que responda al presente y futuro debería preocuparse más por dar protección a saberes disciplinares indispensables para la cultura (aunque sean poco atractivos laboralmente) que a reivindicaciones estereotipadas y resentimientos de clase mohoseados.

Sin duda, es pertinente articular la transmisión de saberes indígenas y ancestrales socialmente relevantes en la educación superior, pero debe hacerse con seriedad. Por eso, no puede simplemente considerarse, a priori, que cualquier saber ancestral es equivalente a un título profesional.  De manera que hay que guardar especial cuidado con las homologaciones de saberes paralelos, tales como “sobanderos” con “fisioterapeutas”, por ejemplo. Así se logran dignificar y reconocer los saberes ancestrales sin perjudicar ni la naturaleza de otros campos y discplinas del conocimiento ni la responsabildiad jurídica propia de conocimientos ya extandarizados y vigilados.

La academia como institución occidental es ante todo la institucionalización de reglas de juego para conjugar conocimiento con responsabilidad al servicio de la sociedad. Esa responsabilidad empieza por los procedimientos de investigación y validación de saberes que han construido las disciplinas a lo largo de los siglos. Nuevos saberes podrán entrar, claro que sí, pero siempre que tengan garantías epistemológicas adicionales al simple hecho de constituir un cuerpo de creencias.  

Sin dudarlo, la inclusión, la diversificación, la interculturalidad y la regionalización son aspectos que favorecen la educación superior en muchos sentidos, de modo que también pueden influenciar positivamente la calidad, pero de ahí a imponerlos como condición de posibilidad de la calidad hay una distancia muy grande. La visión global de la reforma debe estar menos enfocada en reivindicaciones de pretendidas discriminaciones con enfoques estereotipados y victimistas de clase, de raza, de etnia, y de creencias (que la casuística jurídica demuestra ser casi inexistente), y más bien atender a la verdadera urgencia de la educación superior en Colombia actualmente: la calidad. Y lo que sucede es que la calidad de la educación superior radica justamente en lo que quieren erradicar: el mérito. El mérito en la selección de estudiantes, docentes y administrativos; el mérito en la asignación de recursos; el mérito en la asignación de investigaciones, títulos y reconocimientos. En fin, el mérito como criterio fundamental y condición de posibilidad de la educación superior.

En ningún caso la inclusión debe ni puede pasar por encima del mérito. La inclusión y la equidad podrán ser criterios importantes en la educación superior, pero siempre por debajo del criterio de la calidad. Además porque, en estricta observancia axiológica, la equidad y la inclusión no son valores fundamentales y originarios, sino secundarios, por lo que son valiosos en la medida en que participan de valores fundamentales, como la justicia y el amor.

Por demás, el marco jurídico actual no es discriminatorio en sí mismo. De ahí que no sea cierto afirmar que haya generado dinámicas de discriminación, exclusión y reducción de coberturas. Todos estos problemas se deben a factores externos y políticas de gestión, que no a la ley. La cobertura fue en el pasado un problema principal, y puede decirse en líneas generales que el país cumplió con la tarea. Luego, no tiene sentido anclar la mirada en ese pasado, que es un discurso vacuo e inconducente, sino construir presentes y futuros que alcancen, finalmente, la calidad.

Acorde con lo anterior, la siguiente idea: está bien que se le haya querido dar prioridad al sector público y se argumente un enfoque de discriminación afirmativa en regiones, pero algunas omisiones son graves. Faltó una mayor consideración del empresariado y el sector productivo, que son destinatarios finales de los egresados. También faltó tener en cuenta a las asociaciones de familias, que son beneficiarios directos y principales aportantes del sistema.

En realidad, la reestructuración global del sistema de educación superior debe renunciar a tanta retórica y propaganda electoral, y más bien dar paso a conquistar, con realismo y responsabilidad, el punto óptimo entre cobertura, gratuidad y calidad, en un ejercicio de juiciosa y jerarquizada ponderación que tenga en cuenta un diagnóstico real de las necesidades del sector.

*Jurista, filósofo y bioeticista