‘Maese Pérez el organista’, uno de los éxitos de Bécquer | El Nuevo Siglo
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Jueves, 24 de Diciembre de 2020
Redacción Cultura

Era Nochebuena y todos acudían como de costumbre a la iglesia de Santa Inés para asistir a la misa del gallo. La catedral sin embargo se quedaba medio vacía. ¿La razón? Todos querían escuchar las maravillosas notas del órgano de maese Pérez.



– Mira, mira- decía una de las mujeres a otra a la puerta de la iglesia- ¡Ya llegan las damas con sus lujosos vestidos! No tardarán en llegar los caballeros. Uy… ¡el Marqués de Moscosso! ¡Espero que no se encuentre con el padre de la viuda de Villapineda… Se dice que él estuvo cortejándola y su padre se negó en rotundo a que siguiera adelante la relación. ¡Ay, que viene por allí! ¡La que se avecina!

Las mujeres, a las que les encantaba contarse todos estos chismes, entraron en la iglesia, donde esperaban ya cientos de devotos a que llegara el arzobispo. Era un día importante: era Nochebuena. Y maese Pérez era la persona más importante en la misa del gallo. Sin sus prodigiosas manos en ese órgano viejo y desvalido, nada sería lo mismo.

Maese Pérez era ciego de nacimiento. Solo tenía una hija y ese viejo órgano, al que adoraba y por el que vivía. Desde joven se le había dado muy bien la música, pero cada vez que se sentaba ante las teclas de ese viejo órgano, se le iluminaba el rostro. Era un hombre viejo pero muy bondadoso, con una amplia sonrisa siempre en la cara y mucha esperanza. Él siempre decía que iba a ver pronto. A sus setenta y ocho años decía: lo sé, veré pronto… veré a Dios. Y todos mantenían un respetuoso silencio de admiración.

Todos los años, justo a las 12 de la medianoche, cuando se celebraba el nacimiento de Jesús, maese Pérez tocaba el órgano y todos enmudecían sobrecogidos por unas notas que parecían los mismísimos cantos de los ángeles. Incluso podían escucharse las voces de serafines y arcángeles. Y el arzobispo, por supuesto, no quería perderse aquella maravilla.

Llegó puntual y todos los nobles besaron su mano. Después se encaminó al altar, pero según se acercaba el momento de las primeras tas del órgano, comenzó a escucharse un murmullo, que poco a poco fue consumiendo el silencio respetuoso que reinaba en la iglesia. Alguien le dio la noticia al arzobispo:

– Maese Pérez no puede venir. Está enfermo.

– ¡Qué lástima!- dijo entonces el prelado.

En seguida se presentó voluntario para tocar otro organista, que sentía una tremenda envidia por maese Pérez, y por el que nadie tenía ninguna simpatía. Era el organista de la iglesia de San Bartolomé, al que prácticamente nadie iba a escuchar tocar por lo mal que lo hacía.

– ¡Yo puedo sustituirle!

Pero, justo cuando el arzobispo iba a decirle que sí, comenzaron a apartarse todos y apareció en una silla transportada por dos personas, maese Pérez. Estaba pálido, con cara de enfermo, pero deseaba tocar esa noche su órgano:

– Señor arzobispo- dijo- deje que toque el órgano por última vez. Sé que mi final está cerca y esta es mi última voluntad. Deseo tocar como cada Nochebuena.

El arzobispo no pudo negarse, y a pesar de las recomendaciones del médico y de su propia hija, sentaron a maese Pérez frente al órgano.

Aquella Nochebuena, las notas del órgano de maese Pérez fueron especialmente bellas. Unas notas sostenidas por más tiempo en el aire, entrelazadas con cantos angelicales, que provocaron más de una lágrima entre los asistentes. El ambiente místico y respetuoso de pronto acabó con una nota discordante. Maese Pérez había caído al terminar de tocar sobre las teclas. Acababa de fallecer.

La hija de maese Pérez del tremendo disgusto, se ordenó novicia. Al cabo de un año, todos acudieron de nuevo a la iglesia, pero con tristeza y desgana. En lugar del humilde y bondadoso organista, lo haría el envidioso y vanidoso organista de la iglesia de San Bartolomé, quien se había ofrecido voluntario para tocar ese día.

Al año siguiente el arzobispo decidió dar la misa del gallo en la catedral, ya que sería la hija de maese Pérez quien tocara el órgano. Ella en realidad estaba muy asustada. Justo el día de Nochebuena le dijo a su superiora:

– ¡No puedo tocar! ¡Anoche ocurrió algo!

– ¿Qué ha pasado?- preguntó la hermana.

– Mientras afinaba las teclas, vi la figura de un hombre de espaldas, sentado frente al órgano. Yo estaba tan asustada que me aparté. Entonces él comenzó a tocar las teclas… y se volvió. Se volvió… ¡y era mi padre!



Ay, no digas tonterías. Eso fue tu imaginación. Tu padre está en el cielo y te escuchará tocar su órgano orgulloso desde allá arriba.

– Sí, pero…

– No hay pero que valga. Esta noche tocarás tú.

Y así fue cómo la hija de maese Pérez se sentó esa Nochebuena frente al órgano de su padre. Pero justo en el momento en el que iba a tocarlo, soltó un grito desgarrador, se levantó y apartó del órgano. Y todos pudieron ver, totalmente atónitos, cómo el órgano comenzaba a sonar, sin que nadie lo tocara y cómo sonaba, como si fuera el mismísimo maese Pérez quien lo tocara.

– ¡Es el alma de maese Pérez quien toca!- se oyó de pronto.