
Apenas 30 días han sido suficientes para que Estados Unidos y el mundo conozcan al Donald Trump repotenciado. Ya no fueron, pues necesarios los primeros 100 días, cuando era tradicional hacerlo, para realizar una primera evaluación del Gobierno estadounidense con los soportes iniciales del mandato de cuatro años. Bueno o malo: todavía no se sabe. Lo que sí es que, a como dé lugar y en un lapso tan corto, Trump busca una aceleración de la historia. O lo que en términos corrientes se conoce con aquel epíteto común, tan traído a cuento una y otra vez: revolución.
En efecto, si se acepta que una revolución es la aceleración de la historia, Trump parecería estar a sus anchas en ese escenario, por lo demás impredecible. Porque, ciertamente, esa impredecibilidad parecería ser, al mismo tiempo de su revolucionarismo intencional, su arma predilecta y categórica. Es decir, que la liebre salta por donde menos se piensa. La diferencia, claro está, consiste en que Trump gobierna la potencia por excelencia en el vertiginoso mundo de hoy y no se trata de cualquier revolución inane y periférica, de esas que, por lo general, son tan solo una costosa y caricaturesca pérdida de energía y un fracaso estruendoso.
En principio, sin embargo, algo comienza a quedar claro. En cierta medida Trump parece apremiado por dos variables, una psicológica y otra política. La primera, por razones de su edad, en la que el tiempo es más que oro y requiere multiplicarlo, haciéndolo más apreciable y efectivo. Sabe, por descontado, que la principal falencia de su antiguo contradictor, Joe Biden, al que finalmente derrotó, fue su reblandecimiento físico y mental. Ese, a la vez, puede ser su principal temor de hoy. Y la segunda, porque ya transcurre su segundo mandato, sin posibilidades de reelección, salvo que quiera adentrarse por la ruta insondable de modificar la prohibición legal vigente en Estados Unidos. Para lo cual tendría, como primer requisito, que presentar resultados positivos inmediatos, aparte de mostrarse vigoroso y saludable en esa trayectoria. O dejar sentadas las bases firmes para su sucesor o sucesora.
Bajo la anterior perspectiva es que el presidente norteamericano ha pretendido, en este mes, dejar claro que no está inscrito en una evolución política gradual, sino en la revolución, si bien pacífica, con todas sus incidencias telúricas, tanto internas como externas. En todo caso, su actividad permanente lo lleva a perderse en las fauces del histrionismo que, por su parte, le ha servido en sus propósitos de ser el histrión por antonomasia de las nuevas tecnologías mundiales y el tiempo real. Ciertamente, ninguno en el orbe le compite en esa eléctrica realidad contemporánea.
Pero sería un error pensar que todo se trata de un mundo virtual, como en cambio sí ocurre con muchos que se pierden en las nubes galácticas. En 30 días Trump ha revuelto la olla, inclusive con sus solos enunciados. Frente a las muy incipientes tratativas de la paz en Ucrania, por ejemplo, sobre las que ya lo acusan de ser un Chamberlain (Neville) frente a Putin, aún no se sabe mayor cosa. Pero lo que sí es un hecho es que Europa debe despertar de su letargo de décadas y preocuparse por su propia seguridad (como ahora parece una directriz impostergable). Al igual que también es claro que la política internacional en el Medio Oriente debe ser mucho más proactiva, verbi gracia, mejorando las condiciones de Gaza con un tratamiento acertado y creativo del problema palestino, atado aún hoy a las vernáculas consecuencias de la Primera Guerra Mundial.
En realidad, lo que verdaderamente interesa a Trump es China, país que ha demostrado ponerse en las tres últimas décadas a la vanguardia tecnológica, a diferencia de Rusia o Europa, y que tiene a Estados Unidos a la saga en algunos aspectos. ¿Se llegará a algún punto de encuentro?
A la larga es un contrasentido, por supuesto, que llegue a ser por el anacronismo arancelario que Estados Unidos, campeón del libre comercio, pueda proclamar su preeminencia económica, que además ya la tiene y con creces. Elevar el costo del mercado interno, acaso para bajar los impuestos de los contribuyentes, es una salida, aunque por anticipado el estímulo a la producción nacional y promover ampliamente el clima de los negocios, motor del empleo, es lo conveniente. Incluida, desde luego, la drástica disminución de la burocracia parasitaria. El menor Estado, es el mejor Estado. Y muy seguramente en eso Trump no va a cejar.
Faltando todavía más de dos meses para los primeros 100 días es prematura una evaluación concreta. Pero sí, aunque muchos quieran que Trump sea apenas un convidado de piedra episódico, desde ya se puede tener la certeza de que eso es lo único que no va a ocurrir.