Nadie dudaría de que, a juzgar por los últimos sucesos en Siria, lo fundamental es que sus habitantes puedan encontrar un camino político de consenso y lograr, de una vez por todas, la resolución de los dramáticos problemas que los aquejan. No en vano existe allí una guerra civil desde hace varios lustros cuando surgió la “Primavera Árabe” y que ha llevado a una profunda atomización territorial en donde aún persisten grandes enclaves armados, con sus disímiles componentes religiosos, raciales e ideológicos.
Por eso no dejan de ser significativas las primeras palabras del presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump. “Esta no es nuestra pelea”, dijo. “No hay que involucrarse”, concluyó. Desde luego, el ataque previo hecho por esta potencia a determinados objetivos militares en el centro de Siria, según informó el presidente en ejercicio, Joe Biden, parecería encaminado a impedir que esta oportunidad histórica sea usada por algunos sectores, en especial los antiguamente vinculados a Al Qaeda e ISIS, para afincar el nuevo gobierno en algún tipo de fundamentalismo islamista.
En todo caso no deja de ser llamativo el desplome que sufrió, en un abrir y cerrar de ojos, el nefando régimen de Bashar al-Assad, que no pocos consideraban relativamente firme y con sobrado ánimo de permanencia. Bastaron quince días para que el heredero de la vieja dinastía política, inaugurada por su padre con el golpe de Estado dado en 1970 y soportado en el partido Baath, se viniera a pique luego de que sorpresivamente una de las facciones rebeldes se tomara Alepo y con posterioridad a la capital, Damasco, en una acción relámpago dirigida por Mohammed al-Jolani. Su promesa es la de adelantar un gobierno de consenso y exento de ISIS y el yihadismo que antes practicó.
Todo, ciertamente, se produjo a una velocidad inusitada. Los llamados de al-Assad a Rusia e Irán para la defensa inmediata de su gobierno cayeron, cada cual por su lado, en el vacío. Y evidentemente lo dejaron de defender por diferentes razones. Rusia, porque Putin se encuentra embebido en la invasión a Ucrania y al parecer está a la espera de las gestiones que pueda adelantar Trump al respecto de las eventuales negociaciones de paz en esta zona. Inclusive tratativas ya en camino, tal cual se puede deducir de sus conversaciones con Volodímir Zelensky, en París, durante las recientes celebraciones por la refacción de Notre Dame. Y, de otra parte, Irán, porque derrotado en toda la línea su grupo y testaferro terrorista de Hizbollah por cuenta de Israel, en el sur del Líbano, su perversa injerencia en el conflicto del Medio Oriente se ha debilitado a pasos agigantados.
De tal modo, con sus fuerzas en retirada, al-Assad no tuvo más opción que salir despavorido de Damasco, pedir a Putin asilo y reencontrarse con su familia. Al fin y al cabo, habiendo sido todavía un carnicero de más grandes proporciones que su padre contra su propio pueblo, solo a objeto de mantenerse en el poder a como diera lugar, perdió todo respaldo y al mejor estilo de los cobardes puso pies en polvorosa. Confirmando, a su vez, que tan solo era un títere de Rusia e Irán: de paso los más notables derrotados con su evasión intempestiva.
Termina pues así el periplo político del oftalmólogo que, por un fatal accidente automovilístico de su hermano mayor, terminó accediendo al poder a la muerte de su padre, Hafez al-Assad, y quien dedicó sus más notables esfuerzos a la más sangrienta represión de las diversas organizaciones de oposición que emergieron, en 2011, en la ya anotada “Primavera Árabe” y que fueron sometidas, en principio, a punta de toneladas de gases químicos, entre otros, el sarín.
La caída de la dinastía antedicha es, por supuesto, un aliciente para una nueva Siria. Y para, al mismo tiempo, dejar atrás esa época en la que, de modo inconcebible, Barack Obama respaldó al personaje hoy fugitivo. Mucha agua ha pasado bajo el puente desde entonces, en especial desde que Israel, hace poco más de un año, fue tomado por sorpresa con la masacre de mil doscientos de sus habitantes y el secuestro de al menos dos centenares de sus ciudadanos, todavía en curso, por parte de Hamás. Pero, contra todos los pronósticos, el Estado judío, en uso del legítimo derecho a la defensa, ha prácticamente desvertebrado a esa organización terrorista, al igual que a Hizbollah. Ahora, con la fuga de al-Assad, ha dejado en claro que los acuerdos sobre los Altos del Golán, territorio sirio en sus manos por los ataques que sufrieron en 1967, han quedado en suspenso en expectativa de los sucesos futuros en el país vecino.
Muchos otros elementos cruciales componen tan caldeado escenario, que puede mejorar o empeorar. Por lo pronto lo ideal sería seguir la ruta prometida por las organizaciones representadas en la Comisión de Oposición: nueva Constitución, elecciones en un término razonable, inclusión de las minorías étnicas y ejército unificado. Nada más… pero nada menos.