Drama de nunca acabar | El Nuevo Siglo
Jueves, 4 de Diciembre de 2014

*Ebrios al volante, problema cultural

*El preocupante alcoholismo juvenil

Aunque  estadísticamente las tragedias producidas por quienes conducen en estado de ebriedad han disminuido en el último año, lo cierto es que el alto saldo fatal y de heridos que dejan las que siguen ocurriendo a diario, y su consecuente impacto en la opinión pública, generan en el país semana tras semana un debate de alto calado en torno de qué hacer para acabar con este flagelo. La primera reacción, tanto de las víctimas como de la ciudadanía se dirige indefectiblemente a exigir que los borrachos al volante paguen con largos años de cárcel y reparaciones millonarias su irresponsabilidad. De igual manera se coincide en muchos sectores en que las leyes que castigan esta clase de conductas sean reformadas urgentemente para volverlas más drásticas, restringir la posibilidad de acceder a rebajas penales o flexibilidades penitenciarias o, incluso, volver delito el solo hecho de conducir alicorado, sin importar que se haya o no producido un accidente vial por esa circunstancia. Es más, en medio de la indignación y la carga emotiva que se vive en el país por la muerte de cuatro personas de una misma familia esta semana en Bogotá, luego de ser chocados por un automóvil que era conducido por un joven piloto que, lejos de auxiliar a las víctimas, huyó del lugar y sólo se presentó a las autoridades 15 horas después, hay quienes han propuesto hasta la posibilidad de imponer cadena perpetua a los responsables de esta clase de accidentes. Debe aclararse, eso sí, que hasta el momento, pese a testimonios en contrario, no está comprobado por Medicina Legal que el sindicado hubiera ingerido licor.

Sin embargo, el fondo del problema no está exclusivamente en aumentar las penas y castigos de todo tipo a quienes insisten en conducir bajo los efectos del alcohol. Es claro que las leyes penales, por definición, cumplen dos objetivos. Uno claramente sancionatorio, dirigido a señalar la condena que debe imponerse a quien incurre en una conducta típica, antijurídica y culpable. El segundo fin es el disuasivo, que busca crear conciencia entre las personas sobre el riesgo a que se exponen si violan la ley. La  normatividad que hoy se aplica a quienes manejan  borrachos es ya de por sí drástica y puede implicar penas superiores a los 15 años si causan accidentes graves, además de multas económicas altas, la expropiación del vehículo y la cancelación de la licencia de conducción por largos períodos de tiempo o incluso de por vida. En ese orden de ideas, que a diario, sobre todo en los fines de semana y puentes festivos, la Policía imponga centenares e incluso miles de comparendos por este concepto, lo que está evidenciando es que no es la mayor o menor drasticidad del castigo penal, económico o administrativo la panacea para erradicar a los borrachos al volante.

En realidad, como tantas veces se ha dicho, el problema es cultural. Lamentablemente, pese a las múltiples campañas de concienciación y pedagogía realizadas a lo largo y ancho de todo el país, aún subsiste en muchas personas la peligrosa percepción de que el licor no es impedimento para manejar un vehículo. Percepción aún más patente en zonas rurales y cabeceras municipales semiurbanas, en donde los días de mercado es común ver a los conductores ingiriendo licor tras vender sus productos y luego, al final de la jornada, incluso con sus familias a bordo, montarse en sus vehículos y dirigirse a sus veredas. Y un hecho aún más grave: en buena parte de los accidentes que se producen por la combinación de gasolina y licor, los conductores son personas jóvenes, muchos de ellos profesionales o con estudios universitarios, que se lanzan a las calles y avenidas en una actitud desaforada e irresponsable, pese a saber los riesgos en que incurren. Hay allí otro campanazo respecto a los preocupantes informes sobre el alcoholismo a edades cada vez más tempranas en nuestro país y sobre el que la atención ha sido deficiente.

¿Qué hacer? No hay de otra: las campañas de concienciación y pedagogía deben multiplicarse en todo nivel. Y no sólo en los retenes policiales, zonas de rumba y vías muy transitadas, sino desde la misma escuela, colegios, universidades, empresas privadas, medios de comunicación, juntas de acción comunal, centros comerciales, publicidad en espacios abiertos, parques, redes sociales… En fin, en todos los escenarios posibles. Como se dijo, mientras no se opere ese cambio cultural, social, familiar e individual, esta clase de tragedias por ebrios al volante seguirán, por más que se aumenten las penas.