El dilema de EE.UU. | El Nuevo Siglo
/ AFP
Viernes, 1 de Noviembre de 2024

El próximo martes el mundo decidirá parte importante de su futuro con el resultado electoral en Estados Unidos que defina si el presidente de la superpotencia es Donald Trump o Kamala Harris. Y decimos superpotencia, en efecto, porque como están los indicadores económicos de hoy no queda la menor duda de la prevalencia que ese país ha tenido, a lo largo de las últimas tres décadas, en el concierto de naciones.

Así lo registran revistas acreditadas o grandes centros de pensamiento orbital, por fuera de la incisiva y prolongada campaña presidencial de 2023-2024. Que, por supuesto, hoy copa la atención y distrae el cuadro completo. Bastaría con decir por ejemplo que, en el estado más pobre de la Unión, Misisipi, la capacidad adquisitiva y el ahorro de los trabajadores son mayores que los del promedio de canadienses, británicos o alemanes, según indica The Economist.

De hecho, el gran impacto que significó la pandemia del coronavirus para la economía mundial no fue el factor que pudiera llevar a pique el liderazgo norteamericano. Esto pese a las malas decisiones tomadas últimamente, en particular en la arena internacional.

Pero lo que sí es ampliamente notorio es la degradación del debate interno y la baja calidad de la política. Ciertamente, la democracia estadounidense no ha podido salir del entrampamiento social que ha significado fundamentar las discusiones entre los partidos y soportar las opciones del electorado en los aspectos nocivos. No de ahora; de hace rato. Ese invento de la campaña negativa, ya afianzado como cultura, ha contribuido a la erosión democrática. Por eso poco se da curso al debate de las ideas y se otorga enorme espacio a la camorra y los dicterios. En esa medida los temas importantes quedan en el tintero y después vienen las sorpresas: exactamente lo que ocurrió con Joe Biden, que escasamente hizo campaña en 2020, con los desastrosos resultados gubernamentales y la carencia de liderazgo mundial ya conocidos.

Podría decirse, no obstante, que es precisamente en la irrestricta delimitación partidista donde radica la fortaleza de la democracia estadounidense. Por lo cual, justamente, hay que provocar las divergencias ideológicas, de modo que se vean con claridad las alternativas. Lo cual para nada está mal. Sin embargo, y ahí viene el pero, haciendo de esas diferencias un campo de batalla emocional. Lo cual es una contradicción si en verdad se quiere un elector bien informado y no uno alienado en el tsunami emotivo.

En ese caso, y para esta ocasión, ya se sabe que Kamala Harris, aparte de las emocionalidades a las que siempre incita y por lo general acompañada de su facilidad de sonrisa, lo único que ha prometido es más de lo mismo. Sin haberse separado un ápice de su mentor, el presidente Biden, el mensaje es claro: continuismo, continuismo, continuismo. Que podría encarnarse en ella o en cualquier otro, el hecho es que el establecimiento del Partido Demócrata, comandado por Barack Obama, quiere un nuevo turno para llevar a cabo la misma agenda fracasada. Es decir, en el plano nacional, las familias azotadas por la inflación y la criminalidad, y en el internacional, los adversarios de Estados Unidos frotándose las manos por ausencia de orientación y liderazgo.

La victoria de Harris, por lo demás, parecía definida hasta hace unas semanas, cuando Trump comenzó a mostrar una tendencia favorable. Entonces, al hacerse notoria la pérdida de respaldo y el avance de la campaña republicana, de ser una vocera del anti-fracking, Harris se pasó a una zona gris. Y de contestar cualquier pregunta, la que fuera, con el comodín del cambio climático, pasó a eliminar de su léxico el acomodaticio ritornelo. Muy demostrativo de su carácter mudable.

No es, por otra parte, Trump un dechado de altura intelectual. De suyo, el cierre de la campaña fue sintomático de la degradación política que se vive. Mientras que en el último gran evento republicano un comediante invitado sostuvo que la isla de Puerto Rico es una basura en la mitad del mar (lo cual desde luego no es chistoso), nada menos que el propio presidente de Estados Unidos, Joe Biden, escaló la mala broma hasta replicar que todos los seguidores de Trump son una basura. ¡Una grosera desproporción hecha realidad en el cargo más importante del mundo! Al fin y al cabo, era simplemente la cereza en la torta después del menú de descalificativos tradicionales.   

No es de extrañar, pues, por qué al final una figura tan controvertida como Trump de repente haya tomado cierta delantera justo a la hora de la verdad. Será por aquel misterio de la democracia en que no siempre se vota por el mejor, sino por la opción menos mala.