La educación como espíritu | El Nuevo Siglo
Jueves, 19 de Marzo de 2015

*Nadie hoy en el mundo tiene la verdad revelada

*A todas éstas, ¿cuál es el paradigma colombiano?

Para  hablar de educación habría, primero, que indagar el significado que ello tiene para quien habla. Porque son tantas las definiciones que existen que es desde ahí, precisamente, de donde tiene que arrancar el debate puesto que, dependiendo del concepto y enfoque inicial, se avanzará en uno u otro sentido para llegar a soluciones y conclusiones. Mucho más, desde luego, cuando justamente una de las crisis mundiales, tal vez la más silenciosa y gravosa de todas, radica en el concepto, la perspectiva y los alcances de aquella. Y por ende valdría, aprovechando que de algún modo el mundo entero está hoy en revisión en la materia, una definición propia para Colombia sobre la cual orientarse y sustentar los esfuerzos. Como en efecto, por ejemplo, lo hizo Uruguay en los albores del siglo XX, convirtiéndose paulatinamente y con base en sus propios principios, en uno de los pueblos más educados del orbe.

La educación, para nosotros es el mecanismo por medio del cual la sociedad, a través del Estado, las instituciones de pedagogía, la familia, la cultura y las posibilidades tecnológicas, todo ello en igualdad de condiciones, proporciona los elementos indispensables, tanto materiales como espirituales, racionales y emocionales, para comprender y asimilar el mundo circundante, darle sentido a nuestra vida, prepararnos para el ejercicio laboral y social, y entablar la ciudadanía en un entorno democrático de solidaridades y presupuestos básicos que predeterminen una ética y desarrollo colectivos. La educación, por lo tanto, no puede ser un fenómeno autónomo, sino necesariamente interdependiente, con responsabilidades compartidas y armónicas, ni tampoco ser un ejercicio exclusivamente individual o ajeno a la sociedad entera. Para su éxito se requiere, por lo tanto, trabajar y afianzar esa suma de voluntades por medio de la cual se lleve a cabo lo planteado, en lo que podría catalogarse de carta de intención y el plan respectivo. Diríase un pacto, cada quien con su función. La simiente de la paz real y sostenible.

En Colombia, un país signado por la violencia y la corrupción, fermento de odios y resentimientos, incapaz de resolver los disensos sino a través de la hostilidad como fórmula diaria, debería trabajarse en procura de ese acuerdo. Por lo general, en la nación, cada cual va por su lado: los padres descargan sus responsabilidades en colegios y universidades, cuando no en pandillas; los profesores si acaso se contentan con cumplir el currículo mínimo; se desperdician las oportunidades de la informática y la cultura es un estorbo; el profesorado mantiene un desnivel asombroso, los educandos no sienten la pedagogía de amiga y no existe, ni por asomo, una idea social conjunta de lo que se quiere. Y lo peor, se percibe la educación, incluso por los expertos, como compartimientos estancos (prescolar, primaria, secundaria, universidad, acaso especialización), sin propósito diferente al de unas acreditaciones. De hecho, si por ello fuera y a raíz de la velocidad del conocimiento, universidades como la de Princeton ya piensan que un cartón, a los veintitantos años, es precario e insuficiente al poco tiempo, por lo cual se hacen necesarias actualizaciones intensivas y curriculares para los mismos profesionales, en dos fases, cuando hayan cumplido 40 y 60 años y bajo la premisa de que el promedio de vida, en un lapso corto, rondará los 90 años. De modo que el ritmo exigido por los tiempos modernos es diferente a lo que tradicionalmente suele pensarse. Esto, por supuesto, en cuanto a lo académico, porque para el diario es ya común el servicio, por internet, de las clases de los mejores profesores del mundo en las materias  que a bien se tenga y para quien quiera, en cualquier momento, edad y lugar, de manera que múltiples opciones comienzan a estar a mano frente al formalismo educativo consuetudinario.

Están bien, en Colombia, esfuerzos en becas estatales para alumnos y profesores, al menos para poner bases mínimas. Pero también aquí el debate sobre la educación, por decirlo así, está tan rezagado que cosas tan de sentido común, como la jornada única general, siguen sobre el tapete. Y peor, al revisar el escenario, constatar que algunas universidades son más bien talleres para desmanes financieros y cloacas de corrupción. Lo mismo corroborar, como frustración insoslayable, que los partícipes en la mayoría de escándalos y corruptelas, en el país, gozaban de grandes alamares académicos. En ese escenario, añadir el agobio de las pruebas PISA, es un simple latigazo adicional a los infortunios que ya se saben.

 Por lo demás, compararse con el exterior no parece necesariamente lo más adecuado. Lo que hoy está en juego, más que la mera aplicabilidad, datos y variables de la educación, es la recuperación de su espíritu y razón de ser. Por ejemplo, en ese caso, la India, que a hoy reajusta su modelo a los patrones educativos legados por Rabindranath Tagore, luego del consenso de que hay que buscar nuevos paradigmas. Porque, en efecto, la crisis de la educación, tanto en Colombia como en el planeta, se debe, a nuestro juicio, al modelo económico y social global que mostró su fracaso en la debacle orbital de 2008. Fruto precisamente de una educación sin ética, insumos humanistas y bases ciertas; una educación jalonada exclusivamente por y para el ánimo de lucro y bajo la especialización llevada al extremo del autismo; una educación para la competencia económica y no para ser competentes socialmente; una educación, en fin, que no es educación, sino una fábrica de autómatas de la que hay que recuperar al individuo como ser humano. Es hora y momento, por ende, de atrevernos a pensar por nosotros mismos y aventurarse en un modelo propio. Al menos decirlo, es un paso en el arduo y complejo camino.