Muy extraña la agónica decisión del presidente Joe Biden de sacar de la lista de países terroristas de alcance internacional al régimen de Cuba, a pocos días de terminar su mandato. Tuvo cuatro años para hacerlo y solo se le ocurrió tomar esa determinación en las postrimerías de su gobierno fracasado.
Lo cual a todas luces señala que en el trasfondo palpita, en primer lugar, una retaliación contra quienes lo vencieron en las pasadas elecciones en cabeza de Donald Trump, dejando en la lona al Partido Demócrata como pocas veces se había visto en la historia reciente de los Estados Unidos. No se trata, pues, de una política exterior de largo alcance, debidamente estructurada y desarrollada, sino de una ocurrencia de última hora para tratar de copar las primeras planas periodísticas y darse un último barniz de “progresismo”, pese al rotundo rechazo de las urnas en noviembre pasado.
Tampoco es de sorprenderse. Las últimas semanas han sido un espectáculo de cómo le ha costado a Biden dejar el poder, creyéndose indispensable y el líder que nadie ve en su figura, salvo él. Como despedida dejó entrever, por ejemplo, que de no haber sido porque sus copartidarios lo sacaron de la carrera por la reelección, imponiendo a su vicepresidenta Kamala Harris como “llanta de repuesto” en una Convención repentina, hubiera ganado el segundo periodo y derrotado a Trump. Semejante fantasía no cabe ni en la mente de cualquier inexperto o persona ajena a la política. Por el contrario, una vez el electorado estadounidense pudo confirmar el deterioro y la desorientación que padecía, en el primer debate televisado, las encuestas entraron en barrena y era evidente que sus ya precarias posibilidades de reelegirse se fueron a pique. No en vano, aun retirándose de la contienda, continúa siendo el presidente más impopular en muchas décadas.
En otras declaraciones de fin de año, asimismo, Biden sostuvo que dejaba a Estados Unidos en la plenitud de su liderazgo, listo para enfrentar los tiempos contemporáneos y con una economía con todos los motores encendidos. Por supuesto, se olvidó de la desastrosa salida de las tropas estadounidenses de Afganistán, al comienzo de su errático mandato y lo que ello significó en la desestabilización inmediata del orbe, luego de que autócratas y terroristas le midieron el aceite, corroborando el abismo de sus fragilidades políticas que ipso facto aprovecharon. No en particular por su edad avanzada. Sí por su evidente incapacidad para liderar al mundo democrático. Para no hablar, de otra parte, de la espiral inflacionaria que golpeó en materia grave el bolsillo de los norteamericanos, sin distingo, y el hastío con la agenda woke de que hizo gala.
Hoy, el régimen de Cuba está sostenido en la tremenda coacción de las libertades que sufre el pueblo isleño, aun en un grado superior a la represión habitual fruto de mantenerse ad eternum el desgastado grupúsculo en el poder, incapaz de nada diferente que no sea la perpetuación del pernicioso parasitismo que representa en el vientre de la nación cubana, así sea con nuevos rostros. La protesta social surgida genuina y autónomamente contra ese estado de cosas insalubre fue de nuevo reprimida sin contemplación, a lo largo del último lustro. De allí que las cárceles estén repletas de presos (al menos un millar), cuyo supuesto delito “político” solo ha sido el más leve alzamiento de la voz contra los negacionistas de la legitimidad popular y usufructuarios del Estado militarista y policivo. De hecho, alrededor de 850.000 cubanos (cerca del diez por ciento de la población) salieron en desbandada hacia Estados Unidos, buscando el futuro que se les niega en su país.
Pero la liberación de 553 presos “políticos”, por lo demás dejando otro tanto en las cárceles a capricho del régimen y a cambio de que Biden sacará al país de la lista de patrocinadores del terrorismo internacional, no suaviza, sino confirma, la abierta y nefanda represión que sufre el pueblo cubano. Y pone de nuevo sobre el tapete que la única salida humanitaria de alcance permanente, para los cubanos, es ante todo la proscripción del terror interno (no solo en materia internacional) y la autodeterminación de la isla a partir del sistema democrático de derechos y deberes, ramas autónomas del poder público y elecciones libres. Es decir, la apertura y curso de la soberanía popular.
En tanto, las comunes contradicciones de Biden no podían hacerse más palmarias. Mientras aparentemente se ponía a tono contra la oficializada tiranía de Nicolás Maduro, en Venezuela (que lo trampeó como quiso), al mismo tiempo daba un trato más benevolente al régimen cubano. Será, desde luego, el único ser en el mundo que no se ha dado cuenta de que son lo mismo. Y que los presos “políticos”, en Caracas o La Habana, son idénticos: un pérfido atentado contra la libertad.