Mandrágora distorsiva | El Nuevo Siglo
Jueves, 26 de Marzo de 2015

·      ¿Equilibrio de poderes?

·      Corte de cuentas a la Corte Constitucional

 

Como mucho en el país, tal vez por idiosincrasia, los temas de la alta política se discuten por las finalidades sin revisar previamente la naturaleza, principios y espíritu de los elementos en curso. Se trata de una mentalidad mecanicista que suele abstraerse de todo marco conceptual. Es un método donde prevalece la forma sobre el fondo, el ramaje sobre el tronco, las consecuencias sobre las causas.

Tal el caso de la actual crisis institucional que, fruto del destape de corruptelas y camarillas, ha recaído en uno de los piñones principales, la Corte Constitucional. Para ello, como solución general, se ha presentado una reforma llamada del “equilibrio de poderes”. Pero habría que decir que con el solo título ya se arrancó mal. Al menos desde el punto de vista de los conceptos. Porque lo que en verdad existe en Colombia es un solo poder público, emanado del pueblo como representante de la soberanía y ejercido en directo o a través de sus delegados. Es lo que dice la Constitución. A lo sumo, poder público sinónimo de poder político, como luego se define en otro lado. Pero nunca un Frankestein de poderes, sumiendo en el caos las doctrinas de Montesquieu y Locke.

Esa confusión ya de por sí impide una aproximación adecuada. Por lo menos una ajustada a las premisas mínimas. Valga recordar, para el caso, que la Carta se llama Constitución Política. Es decir, un conjunto de normas por medio de las cuales se edifica, desarrolla y controla el poder público o político. En esa vía señala atribuciones, funciones y competencias. Y para cumplirlas sostiene que “son ramas del poder público, la legislativa, la ejecutiva y la judicial”. De forma que no se trata de equilibrar, en absoluto, poderes, sino las tres ramas en que se divide el poder único.

Pues bien, para que aquel sea homogéneo, es decir, mantenga la sincronización, la Constitución adoptó el sistema de pesos y contrapesos. Pero quedó mal diseñado. En efecto, se le otorgaron atribuciones electorales a las diferentes ramas, interviniendo y traslapándose unas en otras, lo que se ha demostrado una mandrágora distorsiva. Tal cual se dijo, confundiendo la forma con el fondo. De allí las anomalías, derivando el influjo en propósitos espurios en coimas, omisiones y roscogramas. Como acaba de estallar en la Corte Constitucional, que se creía inmune a la infección de otros órganos.

Según es conocido, ella fue calco de la española, a su vez réplica de las instauradas en Alemania, Italia y Austria terminada la Segunda Guerra Mundial. De hecho, el texto inicial era casi un plagio del ibérico, colombianizándolo después. Esto para resaltar que el ejercicio no fue fruto de la experiencia sino de la experimentación. Y el resultado, en semejante prisa constitucional, ha sido a lo menos contrastable. Como la Corte Suprema de Justicia había bloqueado, durante décadas, varias iniciativas laudables por presuntos vicios de forma, la Constituyente de 1991 decidió cercenarla y fundar una entidad independiente. Esa, la Corte Constitucional.

 A no dudarlo, positivo para desbloquear el sistema, pero negativo en varias cláusulas. Porque, si bien se dio curso a los derechos fundamentales propios de la importación, implantando el derecho de amparo a través de la tutela, el aparato quedó en obra gris. Tan así como que a hoy no hay en Colombia tribunal de cierre, ni cosa juzgada cierta. Las tutelas discurren entre las cortes, abriendo intersticios a la corrupción. Y no será con perogrulladas, como las de publicitar los casos a discutir, con que se podrá resolver el incordio. Bien, desde luego, por tantos jueces anónimos que han hecho tangible el Estado social de derecho, fallando millones de tutelas; mal por la Corte Constitucional que, como está demostrado en los escándalos, ha desnaturalizado el procedimiento. Y en general, regular, porque un mecanismo que se suponía extraordinario terminó de rutinario y, por más previsiones, paralelo y casi sustituto de la justicia ordinaria.

Pero, a decir verdad, el principal problema radica en no haber otorgado a la Corte Constitucional la dimensión original. En la mayoría de países antedichos, ella es cúspide, por ser depositaria de la jurisdicción constitucional o política. Intrigas, en la Constituyente, de magistrados de la Corte Suprema y el Consejo de Estado, impidieron su prevalencia y por el igualitarismo, que es la igualdad mal concebida, se desarticuló algo tan sencillo y sensato como la estructura piramidal del derecho, axioma universal. Todo ello dentro de los criterios dispersivos que  terminaron primando en la mentalidad de una parte  de los delegatarios y que se han demostrado nefandos en la fluidez y aplicación del poder público. Mucho peor cuando los órganos quedaron sujetos a las nuevas leyes en el Congreso, donde la dispersión fue mayor, incluso corrompiendo el espíritu inicial.

En cuanto a la Corte Constitucional, para defenderse del igualitarismo, se fue al extremo y adoptó en la jurisprudencia una doctrina casi inverosímil en la que se autodeclaró “constituyente derivado”. Nadie se dio cuenta, nadie dijo nada. Con esto, por la puerta de atrás, se abrogó el derecho de meterse en todo y prácticamente lo que en la actualidad allí existe es una Constituyente permanente. Lo que no es del todo contrario a su naturaleza política, pero que ha sido tanto como establecer una tercera Cámara. Si por ello fuera no sólo tendría que haber allí abogados, sino expertos en las diversas disciplinas, económicas, sociológicas, politológicas. 

En todo caso, siendo la Corte Constitucional indispensable, no solo se trata de acotarla, sino de proporcionarle los elementos de los que debe gozar. A nuestro juicio, el acotamiento consistiría en producir lo obvio, declararla máximo tribunal. En referencia a sus labores, las propias de la jurisdicción constitucional y el ámbito judicial del poder político: a) control de constitucionalidad de los actos respectivos; b) resolución de la colisión de competencias; c) protección de los derechos fundamentales, en última y única instancia. Igualmente, véase bien: d) ocuparse de las denuncias contra las altas magistraturas de la nación (aforados); e) fiscalización electoral y autorización o declaración de inconstitucionalidad de partidos o sus normativas y f) gobernación de la administración de justicia, tanto en cuanto a los recursos, a través de un gerente, el peritaje correspondiente y los nombramientos de la rama por concurso de méritos, con la actividad disciplinaria concomitante.

La elección de los magistrados se haría de ternas configuradas por ellos para suplir la o las vacantes al Presidente de la República que, a su vez, remitiría su selección al Congreso para que la plenaria conjunta de Senado y Cámara, por votación, apruebe o impruebe (veto), en el mismo sentido de los mecanismos que hoy existen para el ascenso de altos oficiales de la Fuerza Pública. El control judicial de los magistrados quedaría en cabeza de la hoy Corte Suprema de Justicia, que pasaría a llamarse Corte de Justicia.

Con ello, por demás, nos ahorraríamos consejos electorales, judicaturas y tribunales de aforados, solo aumentando en lo razonable su composición y dividiendo las funciones por salas. Esto, claro está, si se trabajara sobre un consenso conceptual, en vez de andar confundiendo lo legal con el legalismo, apegados a incisos y trámites como en la novela de Lampedusa, dando la idea de estar cambiándolo todo para no cambiar nada.