Nueva libertad de expresión | El Nuevo Siglo
Lunes, 19 de Enero de 2015

* El mundo: un plebiscito diario y universal

* Cultura de la opinión y cultura del conocimiento

 

Ahora  que la libertad de expresión ha sido reiterada como elemento insustituible del legado occidental, a raíz de los atentados terroristas en Francia, también es válido ponerla sobre el tapete hacia el futuro.

En principio, puede decirse que la libertad de expresión fue una de las grandes triunfadoras al término de la Guerra Fría, después de su barrida en los países comunistas y las extendidas dictaduras latinoamericanas, entre otras manifestaciones coactivas a la autonomía del pensamiento. Vino entonces, casi de inmediato, una época de expansión que nadie calculaba hasta llegar a la intercomunicación virtual de hoy, donde la libertad de expresión se practica de una manera tan generalizada como amorfa, es decir, sin responsabilidades específicas que sólo tienen límite en la apología al terrorismo o la protección infantil.

Aun así es dramático observar cómo la Red ha sido receptáculo para imágenes, en vivo, tan distorsivas como el degollamiento de periodistas, por parte del Estado Islámico, o la transmisión de sermones u órdenes de radicales fundamentalistas para producir atentados y matanzas. Por ello, algunos periodistas de la talla de John Lee Anderson han llegado a decir que la Red es basura, una cloaca donde se llega a asesinar en nombre de Dios y de la libertad. En contrapeso, puede afirmarse que no dejan de ser igualmente lesivas las tomas de los contingentes occidentales bombardeando los poblados del Oriente Medio, para el caso más reciente los civiles en Siria, después de las fallidas políticas occidentales que han fisionado al mundo árabe. Sin embargo, la Red ha sido también aliciente para que cada día más gente anónima se conecte y descargue sus emociones o comentarios tal cual lo desee, y reaccione ipso facto a cualquier acción o decisión del mundo circundante por más nimio que sea, de manera que prácticamente el planeta vive en un estado de plebiscito permanente. Tanto para lo grande como para lo pequeño, inclusive distorsionando o cambiando las prioridades del pensamiento tradicional.

De hecho, hoy puede ser noticia tan importante la protección de un perro ante un amo desmedido como un atentado en cualquier localidad que, en la Red, de inmediato se vuelve global. En estos días, por ejemplo, la parodia de los grandes líderes espirituales y políticos del orbe, sentados en el sanitario, se convirtieron en tendencia global, primer resultado del derecho indistinto a la sátira, el insulto o la blasfemia que quedó patentado y aceptado como parte de la libertad de expresión ecuménica. De modo que ese rasero seguirá teniendo estímulo, sabido que la Red posee una manifiesta proclividad a la iconoclastia y un fervor por el igualitarismo y la antijerarquía. 

Sea lo que sea, recortes a la libertad de expresión, como varios proponen, serían un contrasentido a los valores occidentales. Más bien se supone que ella debería colaborar en la cultura del conocimiento, que se ha proclamado como el corazón de la era que se vive. Es posible, por lo pronto, que el mundo haya ganado más en emocionalidad y libertad que en ilustración y decantación cultural. En su momento, durante la Guerra Fría, la libertad de expresión se desenvolvía dentro de los cánones bipolares del comunismo y la democracia. Nadie, entonces, se le pasaba por la cabeza que a poco surgiría la politización religiosa, poniéndola a la vanguardia de la discusión global. Una vez que se ganó el espacio para pensar, escribir y opinar libremente, se creyó que se haría bajo los postulados conocidos. Pero en los albores del tercer milenio, ya en pleno siglo XXI, otro ha sido el escenario que, desde luego, llegó para quedarse.

El problema pareciera estar, ante la plausible expansión de la libertad de expresión, en que paralelamente se ha dado un paradójico reduccionismo cultural. En efecto, en algunas redes sociales las opiniones tienden, por tiempo y espacio, a reducirse a pocos caracteres, generando incluso hegemonías del pensamiento, evitando la riqueza de la cultura donde pululan los matices y enfoques. Frente a ello de lo que se trata, no es de recortar la libertad de prensa, sino de ampliar, además de la cultura de la opinión, la cultura del conocimiento. Y es ahí donde está el reto, más que en las leyes y los incisos.