Reforma: ni lo uno ni lo otro | El Nuevo Siglo
Viernes, 28 de Noviembre de 2014

Sin sostenibilidad fiscal no hay paraíso

Cuando el lenguaje suscita las crisis

Uno de los elementos sustanciales de la actual reforma tributaria, que anteayer recibió el espaldarazo en el Congreso, es el consenso. Y no es cosa de poca monta, cuando en materia tan aguda se suelen dividir criterios. Desde que se radicó el articulado, tanto los ponentes como el Ministro de Hacienda fueron pues logrando las mayorías parlamentarias, adecuándolo en reuniones y discusiones previas. Inclusive con participación de los gremios y el debate en la opinión pública. Lo que ahora dicen, la socialización.

Nadie, desde luego, se llamó a engaño. Desde la campaña electoral ninguno de los candidatos presidenciales que habían pasado a segunda vuelta evadió la necesidad de nuevos tributos. Por ello votaron alrededor de 15 millones de colombianos. Las bancadas que apoyaron a uno u otro de los aspirantes sabían que esto era así y que el principal proyecto de la legislatura sería ese. Mucho más allá, por supuesto, que la reforma de equilibrio de poderes que, como lo dijimos, podría actuar más de distractor que de cualquier otro factor. Salvo, claro está, por el “articulito” en que se da sepultura a la malhadada reelección presidencial. Embeleco nocivo, como lo afirmamos casi en solitario desde el mismo momento, hace una década, en que aquel se anunció mientras las denominadas fuerzas vivas se iban de bruces. Fue la época de las exenciones, los subsidios y la piñata de títulos mineros.

Ahora, el mismo día en que la reforma tributaria se hizo pública nos opusimos a que se bajaran los umbrales, afectando a la clase media en ascenso; advertimos sobre una carga excesiva a las utilidades con gravámenes específicos; y protestamos por no existir un plan de recorte a los gastos y gajes burocráticos, propio de un Estado elefantiásico y omnipresente. Muchísimos otros aportaron ideas similares o adicionales. Algunos expertos adujeron que era mejor subir el IVA, por estar bajo el índice frente a Latinoamérica, a nuestro juicio, en todo caso, el más regresivo de los impuestos. De tal manera que cuando el proyecto llegó a las comisiones Terceras y Cuartas de Senado y Cámara, en forma alguna se recurrió al pupitrazo, sino que la suficiente ilustración estaba agotada de antemano. Es decir que, estudiadas las diversas posibilidades durante largo lapso y hechos los ajustes pertinentes, no quedaba sino explicar cada congresista su posición y votar.

No hay que confundir, entonces, la acartonada y a veces veintejuliera exposición en el hemiciclo, con el debido estudio e instrucción. Tan ello está fuera de lugar que, por ejemplo, en Estados Unidos los debates de mayor envergadura, cuando se trata de aprobar leyes, sobre todo las de ésta índole, no se dan en el recinto sino en lugares diferentes para el consenso o el disenso. Conseguido el acuerdo o mantenido el desacuerdo, se entra a sufragar.

Por descontado, poco es tan antipático y difícil como el debate tributario. Precisamente por esto, para ganar base de legitimidad, fue que desde hace siglos en Inglaterra se adoptó la consigna, luego universal, de ningún gravamen sin representación. Fue de allí que nacieron los parlamentos. Justamente para que los impuestos tuvieran un contenido popular. Y este, valga recabarlo, el fundamento principal de la institución parlamentaria. Lo que allí se disponga, con todas las inquietudes que puedan correr sobre el Congreso colombiano, tiene dimensión constitucional.

En la actualidad, tanto tiempo después del lema británico, las nuevas doctrinas señalan que la clave de todo país está en la sostenibilidad fiscal. En síntesis, el acumulado de capital estatal, incluso en centurias, debe correr concomitante con el acumulado de las personas. Y no es por años, sino lustros y décadas de actualización, según puede desprenderse de Tomás Piketty. De hecho es claro, como se dice en otro volumen, ¿Por qué fracasan los países?, que las diferencias entre naciones no se deben a factores culturales, geográficos, históricos, climáticos, sino a la capacidad o no de imponer las instituciones. Entre ellas, los tributos, con sentido democrático, lógicamente. Tampoco, claro está, puede llegarse a posturas de fachada seudosocialista, como esa del impuesto a la riqueza. Como de otra parte creer, seriamente, que es viable la cárcel para evasores en un país donde capturar los ladrones de celulares es un problema de Estado.

Ni lo uno, ni lo otro. Pero, como están las cosas, refundido en el lenguaje, hay un trasfondo peligroso. Derivar de la reforma tributaria una especie de huelga empresarial, trasladándose a otros países, es tanto como aceptar la fuga de capitales. Tampoco, del otro lado, dorar la píldora con  “hacer chillar a los ricos”.  En efecto, ni tanto que queme al santo ni tanto que no lo alumbre.