*Cuatro conclusiones de la década
*Terrorismo, amorfo enemigo común
UNA década después de los atentados terroristas en Estados Unidos son muchas las lecciones que se pueden derivar de la forma en que esos ataques marcaron un antes y un después en la historia moderna.
Es claro que tras el llamado 11-S todo el planeta se concienció de que el terrorismo, más allá de su motivación política, religiosa, económica o de cualquiera otra índole, era, ante todo, un enemigo común de toda la humanidad y, como tal, su combate no debía verse trabado por barreras fronterizas y conceptos absolutistas de soberanía y nacionalismos. Esa, sin duda alguna, es la primera y principal consecuencia de los mortíferos atentados de Al Qaeda en Estados Unidos, España y Londres.
Sin embargo, no por el hecho de que el mundo se haya lanzado, o aceptado, y en no pocos casos a regañadientes u obligado, a la cruzada transnacional contra el terrorismo, ello implicó que este último haya desaparecido. Esa es la otra cara de la moneda una década después. Aunque en principio se creyó que el enemigo común era Al Qaeda y que los tentáculos de ésta asomaban detrás de todo atentado, pronto el planeta entendió que el terrorismo no era un monstruo de mil cabezas al que se podía acabar dándole al corazón de la bestia multiforme, sino que hay miles de grupos que sin tener conexión o identificación ideológica, política ni militar alguna, acuden a los ataques mortíferos e indiscriminados para lograr sus propósitos, cualquiera sean ellos. Diez años después del 11-S se puede afirmar que los enemigos comunes son miles y que el terrorismo muta, se atomiza, se extiende como una plaga, por lo que su combate es complejo, costoso y, sobre todo, una tarea de largo aliento en el que no hay estrategia ni táctica de aplicación general, pues cada caso tiene unas particularidades muy concretas.
La tercera gran conclusión es que el hecho de que se hubiera pasado de la tesis de la guerra transnacional contra el terrorismo, que motivó la ofensiva aliada en Afganistán para tumbar al régimen talibán, a la de la “guerra preventiva”, bajo cuya esfera se llevó a cabo la operación en Irak contra el gobierno de Saddam Hussein, terminó por afectar el espíritu justiciero de la primera y llevó a crear el temor, sobre todo después de que no se encontraron en Bagdad las armas de destrucción masiva que se decía apuntaban a Occidente, de que bajo la bandera de la segunda se escondiera un ánimo intervencionista de las grandes potencias en países con reservas estratégicas de petróleo.
La cuarta característica principal de esta última década en la que el mundo ha vivido bajo el sino del 11-S se configuró apenas en el último año, pues el fenómeno de la “primavera árabe”, que ha permitido la caída, cual dominó, de varios dictadores y regímenes africanos, tras movimientos de sublevación popular, se constituyó en una dura lección para aquellos que insisten en las vías del terror y la violencia indiscriminada para presionar cambios políticos, sociales, institucionales y religiosos. La calle les ganó a las bombas. Quienes salen a la primera son considerados héroes, los que insisten en las segundas, criminales para la mayoría del planeta.
¿Es el mundo más seguro hoy que hace 10 años? ¿La lucha contra el terrorismo implica necesariamente involucrarse en cruentas, costosas y desgastantes guerras prolongadas como las de Irak y Afganistán? ¿Qué tan desvertebrada está Al Qaeda y hasta qué punto esa red se sobredimensionó dándole un poder y alcance que nunca tuvo? ¿Se creó un nuevo orden mundial a partir del coletazo de los atentados una década atrás? ¿Por qué salieron del poder los gobiernos de las potencias que encabezaron la ofensiva transnacional? ¿Muchos grupos poblacionales terminaron estigmatizados por la paranoia de ver focos terroristas en todo lado?... Esos y muchos otros interrogantes tienen hoy infinidad de respuestas, disímiles, contradictorias. Lo único evidente es que el 11-S marcó un antes y un después en la era moderna, pero sus efectos todavía no están muy claros.