En Guayaquil, epicentro del narcotráfico en Ecuador, la lucha contra los grupos criminales no se salda sólo en las barriadas. En esta ciudad portuaria, el combate también sucede en los numerosos manglares y ensenadas que rodean este álgido punto de la costa suroccidental.
El barco de los guardacostas recorre el río Guayas. A la derecha, frondosos manglares ocultan la explotación de camarones diseminada en el inmenso estuario. A la izquierda, se ven las casas de ladrillo de uno de los barrios marginales, territorio de las bandas que siembran el terror por toda la ciudad.
Y en el centro, como un portaaviones, un enorme portacontenedores de unos veinte metros de altura se abre paso por el estrecho canal.
El estuario de Guayaquil y sus 28 puertos (incluido uno en aguas profundas) es el pulmón de la economía ecuatoriana: aparte del petróleo, el 80% de las exportaciones del país sale por este golfo, sobre todo sus productos clave, como el banano y el camarón.
También es un paraíso para los narcotraficantes, que traen cocaína de los vecinos Colombia y Perú. Ecuador "se convirtió en el principal distribuidor de cocaína" del mundo, señala el capitán de fragata, Fernando Álvarez.
"El 70% de la cocaína que llega a Europa viene de Ecuador, y el 80% de esta cocaína sale de Guayaquil", explicó este oficial del Comando de Guardacostas, unidad local de la marina encargada de neutralizar actividades ilícitas.
"Toda la ciudad está conectada por canales. Es una tarea muy, muy complicada controlar todo eso...", confesó otro oficial, bajo condición de anonimato. El gran canal natural que une la ciudad con el mar abierto tiene casi 75 km de longitud.
Los narcos actúan en todas partes, dentro de los puertos, en los canales y también mar adentro.
En primer lugar, está el transporte tradicional, por barco, hacia Norteamérica. En veinte años, los traficantes han pasado de pequeñas embarcaciones a "pangas" rápidas, semisumergibles, submarinos. "Un aumento en potencia en concordancia con todo el dinero que tienen", indica Álvarez.
La ruta pasa por el sur y el norte del protegido archipiélago de Galápagos, 1.100 km al oeste, y representa un intenso contrabando de combustible.
Con la explosión del fentanilo en Estados Unidos, el consumo de cocaína se ha desplazado hacia Europa. El tráfico ha seguido el mismo camino, pues "desde esta región de Guayas zarpan barcos mercantes hacia todo el mundo, principalmente a Europa", continuó el capitán.
Tradicionalmente, "la contaminación (por cargamentos clandestinos de cocaína) se produce en la fase previa, antes del envío de la mercancía".
"Pero también tiene lugar a las afueras de los puertos, donde los barcos son acopiados (abastecidos) por los narcos", subrayó Álvarez.
Este último modus operandi es poco conocido. "La droga se almacena en zonas situadas a lo largo de los canales, estén o no habitadas. Utilizando pequeñas embarcaciones, los traficantes abordan clandestinamente grandes buques y los contaminan", explicó.
"Hay manglares por todas partes, así que es muy fácil esconderse", remarcó, por su parte, el otro oficial.
Como los piratas, "se acercan en barcazas y utilizan escaleras o garfios para subir a los enormes buques petroleros y portacontenedores. Quitan los precintos de los contenedores para ocultar la droga y se marchan con la misma rapidez".
Por lo general, actúan de noche o al amanecer, a veces con la complicidad de la tripulación o de las partes.
"¡Estos criminales son verdaderos Spidermans!".
"Cada vez más violentos"
Los delincuentes a menudo se hacen pasar por pescadores y están muy bien organizados. Luego siguen la marcha de los barcos para gestionar la recepción de la mercancía en los puertos europeos.
"Si sospechamos que existe riesgo de contaminación, llevamos a bordo un grupo táctico para proteger el barco", precisó Álvarez. Algunas navieras también recurren a escoltas de seguridad privada.
Aunque generalmente las bandas evitan la confrontación, "no dudan en abrir fuego. Y tiran sus armas al agua cuando los interceptamos".
"Cada vez son más violentos. Se adaptan constantemente", según el funcionario.
Llegan incluso a amenazar a los soldados, muchos de los cuales se niegan a dar su nombre o a mostrar su rostro ante las cámaras. También intentan sobornarlos, confía una fuente de seguridad extranjera.
Las bandas trabajan con tres actores del tráfico transnacional: los cárteles mexicanos de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación y la mafia albanesa, a su vez vinculada a la Ndrangheta italiana.
Casi el 80% de los delitos están relacionados con las drogas, según Álvarez. La labor de los guardacostas -que también son responsables de proteger las Galápagos de la depredación de las flotas pesqueras china y española- se ha visto considerablemente alterada como consecuencia de ello, según el propio capitán de fragata.
El estado de excepción decretado a principios de semana para poner fin a la crisis de seguridad sin precedentes que vive Ecuador desde el 9 de enero "ha cambiado las cosas a nuestro favor", se congratula el capitán.
"Cambió las reglas de uso de la fuerza, ya que estas bandas se consideran ahora fuerzas de combate, lo que significa que podemos responder con mayor contundencia".
Espaldarazo ciudadano
En todas las ciudades, especialmente en las barriadas de la capital (Quito) y Guayaquil, los militares han recibido apoyo de ciudadanos.
"Fortaleza, hijitos... ¡suerte!", dice una anciana a los uniformados que patrullan un populoso barrio del sur de Quito bajo la orden presidencial de doblegar a las bandas del narco y acabar con su régimen de terror.
"Dios les bendiga, les tenga con vida, con salud", grita con voz entrecortada Luz Cumbicos, de 87 años. La mujer estaba en el patio de su casa cosechando coles, pero cuando escuchó la presencia de una veintena de soldados salió apresurada a la calle para saludarles agitando su mano en alto.
Unos corren a abrazarlos, otros les lanzan besos o les ofrecen comida, y algunos observan temerosos tras las rendijas de sus casas, en medio de operaciones observadas bajo lupa por la ONU.
Luego de que el mandatario Daniel Noboa declarara al país en "conflicto armado interno", 23 mil militares fueron desplegados en todo el país.
Un equipo de la AFP acompañó a un escuadrón en Quito que se movilizaba equipado para una guerra: fusiles, cascos, chalecos antibalas y rostros cubiertos.
A bordo de un camión color verde oliva, el grupo de uniformados especialistas en combate en selva ascienden hasta la barriada Lucha de los Pobres, un concurrido sector asentado en lo alto de una cima del lado oriental de Quito, que creció de forma descontrolada.
Con máscaras de calaveras y pasamontañas, los militares llegan de sorpresa y montan retenes donde requisan personas de arriba a abajo, escudriñan autos y revisan documentos de identidad.
Ante la ola violenta, la ONU pidió al gobierno una respuesta "proporcionada" y respetuosa de los derechos humanos.
Los comandos Tigre y Jaguar cachean a quienes pasan con actitud sospechosa por el puesto de control.
"No tiene traza de inocente", dice uno de los militares tapado con un pasamontañas luego de requisar a un joven de tatuajes en el cuerpo. Miembros de las agrupaciones criminales como Lobos y Tiguerones se marcan con tinta indeleble los símbolos de las bandas como signo de lealtad.
Jóvenes entrevistados por AFP denuncian el estigma que cargan los amantes de los tatuajes y se dicen atemorizados de caer en un control militar.
Con el rostro cubierto, la capitana Amanda Tovar, al mando de la patrulla, indica que las operaciones se organizan después de analizar "información de inteligencia", que determina que "estos sectores son áreas conflictivas".
Puntos "calientes"
Un soldado con una máscara de calavera se planta frente a un taller de reparación de neumáticos y observa desafiante. En actitud alerta, protege desde esa esquina a sus compañeros a cargo de un retén.
Los comandos trepan al camión y arrancan hacia otro punto "caliente", donde el conductor de un automotor que abastece de tanques de gas los recibe al toque de bocina. "Bien, bien, no desmayen", los anima.
Recorren a pie las calles, formando columnas en ambos lados, y descienden por descuidados pasajes escalonados, en los que la hierba gana espacio al cemento. Al final, una hija de Luz Cumbicos sale al encuentro de los militares y les entrega un racimo de bananos.
Para el "hambrecita", indica la anciana, vestida con un delantal de cocina rojo y en la mano izquierda una col recién cosechada.
Isabel Camacho, de 83 años, se queja de la violencia que esta semana obligó a su hija a cerrar el taller de costura: "A los que hacen demasiado daño, mejor que los maten"./