CAMBRIDGE – ¿Por qué algunos países se enriquecen y otros no? Los tres ganadores del Premio Nobel en Ciencias Económicas de este año (Daron Acemoglu, Simon Johnson y James A. Robinson) ofrecen una respuesta simple: las instituciones. A los países con instituciones “inclusivas” (favorables a una sociedad abierta, a la rendición de cuentas del gobierno, a la libertad económica y al Estado de derecho) les va mejor que a los que tienen instituciones “extractivas” que benefician a los poderosos.
Los índices de calidad institucional del Banco Mundial parecen respaldar esta apreciación. Existe una clara correlación entre las calificaciones obtenidas en seis indicadores de gobernanza (control de la corrupción, voz y rendición de cuentas, eficacia gubernamental, estabilidad política y ausencia de violencia, calidad regulatoria y Estado de derecho) y la renta nacional per cápita, desde los primeros países de la clasificación (Dinamarca y Finlandia) hasta los últimos (Guinea Ecuatorial y Sudán del Sur).
Pero correlación no es causalidad. Demostrar que la inclusividad de las instituciones es causa de prosperidad y no al revés no es tarea fácil. Por ejemplo, muchos países reforman sus sistemas tributarios y regulatorios al desarrollarse la economía, no antes. Corea del Sur subió en los índices de calidad institucional del Banco Mundial durante su período de democratización, que fue posterior al despegue económico; esto hace pensar que lo más probable es que sus instituciones de alta calidad hayan sido resultado más que causa del crecimiento.
Por lo general, ambos tipos de desarrollo (institucional y económico) se dan en simultáneo, lo que dificulta distinguir causas y efectos. Por eso durante mucho tiempo la cuestión de la causalidad pareció un problema insoluble. Para encontrar una respuesta, Acemoglu, Johnson y Robinson examinaron las trayectorias de las colonias europeas a lo largo de los últimos cinco siglos.
Cuando los europeos llegaron a áreas con abundancia de bienes valiosos (por ejemplo oro y azúcar), lo que más les interesó fue la extracción de riqueza, para la cual apelaron a la esclavitud y al gobierno de élites autocráticas. Un gobierno que no depende de los ingresos tributarios y que puede conservar el poder por la fuerza (por ejemplo, mediante el control físico de minas de oro o plata, plantaciones azucareras o pozos de petróleo) no tendrá muchos incentivos para desarrollar sistemas políticos y económicos que ofrezcan prosperidad inclusiva.
Pero en lugares con menos riqueza natural (como América del Norte), el modelo basado en la extracción no era tan atractivo para los colonizadores europeos. En el Tratado de Breda (1667), los holandeses cedieron a los ingleses Nueva Holanda (que incluía Nueva York y territorios circundantes) a cambio de Surinam en América del Sur. Un siglo después, los franceses renunciaron a Canadá, con tal de mantener las plantaciones azucareras de la pequeña Guadalupe.
Factores
Sin embargo, las colonias que eran menos atractivas se convirtieron en las economías que se industrializaron primero. Para explicar este “cambio de fortuna” (y sobre todo, la relación causal entre instituciones y prosperidad) los nuevos Premios Nobel examinaron un determinante exógeno de las instituciones: la tasa de mortalidad de los colonos al momento de la colonización, un indicador con amplias variaciones según las condiciones climáticas locales.
Puede parecer una metodología extraña. Pero la idea era que allí donde los colonos no sucumbían a enfermedades locales, tenían incentivos para crear instituciones eficaces que sostuvieran el bienestar de las nuevas sociedades. De modo que, al llegar la Revolución Industrial, los países donde los europeos estaban asentados se encontrarían mucho mejor preparados para aprovecharla que aquellos donde sólo les interesó extraer las riquezas naturales. Y en última instancia, la teoría se confirmó: a mayor tasa de mortalidad entre los colonos, peores las instituciones posteriores y menor el PIB per cápita actual.
Algunos dirán que es una conclusión fatalista, interpretándola como si dijera que los países son prisioneros de sus climas y de sus historias. Pero Acemoglu, Johnson y Robinson no sostienen que la mortalidad de los colonos sea la única explicación, y ni siquiera la principal, de las variaciones institucionales. Sólo afirman que es uno de los factores, y que otras fuentes de diferencias institucionales (sobre todo las decisiones en materia de políticas de líderes no fatalistas) pueden tener efectos similares.
Otra posible malinterpretación de Acemoglu, Johnson y Robinson es suponer que según ellos las instituciones occidentales son mejores que las otras, a pesar del hecho de que las instituciones creadas por los colonos europeos mal pueden considerarse “inclusivas”. Nadie duda del maltrato que sufrieron los locales a manos de los colonos, tanto en las colonias de asentamiento como en las extractivas. Pero al momento de la colonización, esas prácticas terribles (esclavitud, apropiación de tierras y gobierno de élites extranjeras) habían sido comunes en todo el mundo por milenios. Fueron los europeos quienes al final llevaron la delantera en la prohibición de la esclavitud (Gran Bretaña lo hizo en 1834, mientras que Mauritania lo hizo en 1981), tal vez porque sus instituciones contenían los rudimentos de principios como la igualdad, de los cuales surgió el movimiento antiesclavista.
Más allá de su importancia moral, la democracia, el Estado de Derecho, el control de la corrupción, la libertad económica y la ausencia de un sistema de castas estratificado tienden a producir mejores resultados económicos que sus alternativas. De modo que su valor puede considerarse universal, incluso aunque históricamente y en términos generales se hayan desarrollado antes en Europa y en tierras colonizadas por europeos. Isaac Newton descubrió la ley de la gravedad en Inglaterra, pero no se aplica sólo allí o en las excolonias británicas.
Ni un clima propicio a enfermedades ni una historia colonial de explotación impiden a un país emprender reformas sociales, políticas y económicas. Y tal vez aquí esté el mensaje más importante de la investigación premiada con el Nobel de este año: en cualquier lugar del mundo, los dirigentes tienen el poder de crear instituciones inclusivas capaces de sostener la prosperidad a largo plazo.
(Traducción: Esteban Flamini)
*Profesor de Formación de Capital y Crecimiento en Harvard, integró el Consejo de Asesores Económicos durante la presidencia de Bill Clinton y es investigador asociado en la Oficina Nacional de Investigaciones Económicas de los Estados Unidos.