Este 2018 es clave para la región latinoamericana en términos de conducción política. Las votaciones que se desarrollarán en varios países incluyen las siguientes: en febrero elecciones en Costa Rica; en marzo: Colombia y El Salvador; en abril Paraguay y el balotaje costarricense; en mayo: Colombia de nuevo y Venezuela; en julio, México y en octubre se cierran el gran ciclo político latinoamericano de 2018 con comicios en Brasil y Perú.
Por supuesto que no todo está asegurado y las sorpresas pueden estar allí, directamente a vuelta de cada coyuntura dinámica que se vaya presentando. En países que dirigen sus destinos de manera más sistemática, tal es el caso de México, los procesos parecen estar garantizados, pero en otros casos no se sabe con certeza. Todas las apuestas están abiertas.
Esto último incluye a Venezuela, donde la volátil condición social camina sobre la cornisa, con grave riesgo de derrumbarse por el desfiladero de una crisis humanitaria sin precedentes en el país de -quien lo dijera- mayor riqueza en la región. En verdad, rebasa cualquier límite de imaginación, el atestiguar la capacidad de una dirigencia nacional en Caracas, para convertir en paria a un país con las envidiables riquezas de recursos naturales que tiene la patria de Bolívar.
En Brasil, el festín de los abogados y los políticos -los primeros tienden a ser una fase larvaria o al menos premonitoria de los segundos- hacen malabarismos por hacer factible o no, la presentación legal de candidatos. El caso de Lula es de lo más notorio, con toda la controversia, piruetas en las instituciones de derecho e interpretaciones jurídicas que eso conlleva.
El punto a resaltar en todo este escenario regional es la crisis actual de los partidos políticos. Se trata de una nueva modalidad, más pervertida, de lo que identificó allá por el año de 1973, Jürgen Habermas (1929 - ) en su obra “Crisis de Legitimidad”. Es ahora más dramático el caso, en función del acelerado proceso de “des-ideologización” que presentan los partidos políticos.
En general, producto de las diferentes concepciones de la sociedad y de la política, los partidos contaban con un andamiaje de fundamentos en su conducción; una guía que constituía la esencia de perspectivas para la conducción de los estados.
Esos enfoques se basaban en las posiciones del estructural-funcionalismo (autores como Emile Durkheim, Herbert Spencer o Talcott Parsons) o del materialismo dialéctico e histórico (Engels, Luxemburgo, Gramsci) o de la sociología comprehensiva (Weber). Las derivaciones prácticas se tenían en las posiciones social-demócratas (Bernstein y Kautzky) o social-cristianas (doctrina social de la iglesia, desde León XIII, con las decisivas contribuciones de Paulo VI, hasta el Papa Francisco, además y desde luego, de los aportes de Jacques Maritain).
Sin diálogo constructivo
Pero estos son tiempos de comunicación rápida, donde no queda tiempo ni para conectarnos con nosotros mismos, ni para leer, ni instruirse, menos para reflexionar. Es lo instantáneo lo que se impone. Ahora tenemos imagen y la pasividad, indolencia de pensamiento; tenemos eso, en lugar de las palabras, la comunicación y el rol activo que implica la lectura o el diálogo constructivo.
Estamos ahora en tiempos de post-modernidad o “modernidad líquida” como lo indicara Zygmunt Bauman (1925-2017). Es decir que los valores, las actitudes y los referentes de conducta se amoldan a las circunstancias. En palabras atribuidas a Groucho Marx (1890-1977): “si no te gustan mis principios tengo otros”.
Al ir perdiendo su sustento ideológico –con todo lo que ello implica- los partidos se van transformando en maquinarias electorales, en empresas –cuando no franquicias- diseñadas, estructuradas y funcionales en función de llegar al poder de los gobiernos en diferentes niveles. Es la coyuntura lo que prevalece, de allí que las posiciones de los candidatos varían, de conformidad con la audiencia que tengan. Se dice lo que la gente desea oír, sin más contratiempos ni remilgos.
Esto ocurre en medio de la crisis de civilización que se presenta. Ahora que a los crecientes problemas de cohesión y violencia social se unen los retos de un planeta que estamos destruyendo. Estamos en medio de la sexta extinción masiva de flora y fauna, es el antropoceno. Esto amenaza con la supervivencia de nuestra especie, pero los costos tienen facilidades de pago, son de poco a poco, y de allí que no los sentimos ni estamos dispuestos a implementar correctivos.
Surgen con la “des-ideologización” de los partidos y la crisis, los nacionalismos más atávicos y anacrónicos. Véase por ejemplo todo ese conjunto de grietas que presenta la Unión Europea, la misma que mediante el Tratado de Maastricht (del 7 de febrero de 1992) representaba la esperanza de una gobernabilidad más internacional en pro del desarme, el desarrollo y la paz planetaria.
Ahora allí está el Presidente Macron en Francia; surgido del ocaso de los partidos tradicionales. Al menos por ahora, trata de rescatar algo de los muebles en la inundación y amenaza que tienen prisionera a la Europa de la Ilustración, la que nos legara el Siglo de las Luces, el Siglo XVIII.
En Latinoamérica, más a la mano, está el “socialismo” establecido en Venezuela, las crisis argentinas y brasileñas, los nudos políticos en Ecuador, Guatemala, México o Paraguay. Las tendencias de otras latitudes tampoco son alentadoras. Ángela Merkel trata de resguardar lo que queda en la Unión Europea. Pero no se confunda: en la nueva legislatura desde Berlín, 94 integrantes del nuevo congreso alemán pertenecen a grupos neonazis.
En Latinoamérica una de las mayores fallas es que desde hace tiempo, los partidos políticos no son, con mucho, instancias de intermediación social y política. Es decir, los ciudadanos de a pie no se sienten representados por esas agrupaciones. Ese divorcio entre los partidos y las bases electorales se ha profundizado. Y al no representar a grupos sociales mayoritarios, los políticos y sus agrupaciones, representan a grupos de presión.
Los grupos de mayor poder en una sociedad se aseguran prebendas, por lo general en el corto plazo. Los políticos se terminan representando a sí mismos y con ello hay solo un pequeño trecho para retroceder en lo político y saber que el Estado es un botín que se debe repartir. ¿Dudas aún? Allí están los grandes poderes económicos de Estados Unidos; bajarán sus contribuciones arriba de un millón de dólares, del 34 al 21 por ciento. La elección de Trump les ha resultado por demás lucrativa. No importa que el país se hunda más en el abismo fiscal y que la deuda externa siga asfixiando la economía.
(*) Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard Profesor de la Escuela de Administración de la Universidad del Rosario.