Tal y como es de dominio público, la última jugada –legalísimamente legal– en la Venezuela del gobierno de Nicolás Maduro ha sido impedir la candidatura de María Corina Machado en las elecciones presidenciales para este 28 de julio. Evidentemente lo que se busca es que los comicios no tengan opciones o alternativas.
Toda esta dinámica está desembocando en lo que muchos analistas independientes coinciden en señalar: serán “cabezas distintas de la misma creatura”, nada sorprendente “para la continuidad del gobierno”, con todos los resabios del chavismo, aún sobreviviente, que ello implica.
Con todos los elementos más actualizados en el escenario político con epicentro en Miraflores, Caracas, el problema no es tanto de legitimidad legal. Se ganarán de nuevo las elecciones, como se han venido ganando por el chavismo desde aquel lejano diciembre de 1998. El problema no es la legitimidad –se repite, no legal o formal–, sino la legitimidad concreta, aquella que se gana por un gobierno con base en resultados, en bienestar, desarrollo sostenible para la población.
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Venezuela está constituyendo el caso extremo, la condición psiquiátrica de un modelo económico social que ha perdido casi un 82 % del total de su producción en los pasados 12 años, con niveles muy altos de desempleo, de prevalencia de informalidad, carestía, falta de oportunidades. De allí la migración desde lo que un día fuera la pujante tercera economía de América Latina y el Caribe, de lo que fuera la “Venezuela saudita”, de fines de los años setenta e inicio de los ochenta.
Este concepto de legitimidad concreta o real se ve profundizada en sus alcances y múltiples repercusiones por cuatro factores esenciales que actúan apoyándose a manera de círculos viciosos o negativos.
Primero, el problema de la corrupción. Se trata de hacerse de recursos financieros a como dé lugar. Es el sentido del dinero rápido, fácil y efectivo (D.R.F.E.). Un rasgo prevaleciente en sociedades atrasadas. Es un mal endémico que también padecen otras sociedades latinoamericanas; con ciertas excepciones, con énfasis en Uruguay, Chile y Costa Rica. Estos últimos países presentan cifras de percepción de corrupción bastante alentadoras. Esto repercute en un sentido de impotencia entre la población y falta de credibilidad en gobiernos e instituciones.
Segundo, la falta de transparencia en el funcionamiento, organización y respuestas de las entidades públicas. Por supuesto que esto también beneficia a las privadas, pero muchas veces se percibe que el acceso al poder público permite movilidad social, enriquecimientos intempestivos, sin mayores esfuerzos.
Tercero, inefectividad –falta de eficiencia y eficacia– de los gobiernos y sus instituciones. Se tiene toda la constatada percepción de que el sector público no resuelve problemas fundamentales, esenciales, tales como inseguridad, educación y salud. Esto va en contra de la citada legitimidad concreta, por más legalidad de la cual se haga gala. Los ciudadanos esperan con toda razón que existan oportunidades mediante las cuales puedan mejorar de manera sostenible su calidad de vida.
Cuarto, la profundización de desigualdades, de inequidades tanto en lo económico como en lo social. En el caso venezolano allí está la prueba, entre otras consideraciones, de la expulsión de al menos entre 5 y 7 millones de su población. La credibilidad que se pueda tener se evapora al reconocerse que no hay oportunidades de ninguna índole, que a medida que pasa el tiempo, en lugar de concretarse el conjunto de anhelos, de perspectivas en la esperanza, se tendrán más frustraciones. No hay mecanismos de equidad, esto es, del trato justo de las diferencias.
Los cuatro factores esenciales a los que se ha hecho referencia desembocan en resultados y repercusiones nada deseables para una sociedad que aspira a condiciones de estabilidad y bienestar mínimos. Entre esas repercusiones se tienen las siguientes, siendo Venezuela un caso de texto.
Uno, inestabilidad política. El desgaste de la carencia de legitimidad puede llevar fácilmente a escenarios y dinámicas de abierta confrontación. Venezuela lo ha sufrido: con motivo de las manifestaciones, las fuerzas represivas se llevaron más de cien personas ejecutadas en las calles. Muchas veces en confusos escenarios de violencia, que incluía a “motorizados armados”. Fuerzas civiles de choque. De allí la identificación de que uno de los ejes de poder real en Venezuela es el conjunto de fuerzas armadas.
Como una derivación más bien directa de la inestabilidad política, se tiene como segundo aspecto el debilitamiento de las entidades o instituciones públicas. Es de recordar: el Estado tiene entre sus finalidades fundamentales corregir los fallos de mercado –y el mercado corregir las fallas del Estado–. Lo que se desean son instituciones incluyentes y Estado de derecho, certeza jurídica, como nos lo recuerda Acemoglu y Robinson en su obra de 2012, “Por qué fracasan las naciones”.
En tercer lugar, se promueve el sentido de impotencia y de apatía política entre la ciudadanía. Esto atenta contra un rasgo por demás esencial de la democracia política al tratarse de regímenes republicanos.
Venezuela es un caso de crisis que bordea la calamitosa situación de lo humanitario. Deja lecciones dolorosas en una región de inestabilidades permanentes, mientras es necesario encontrar una efectiva salida a la carencia de oportunidades, desempleo y pobreza que vive esa sociedad.
*Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor Facultad de Administración de la Universidad del Rosario.
(El contenido de este artículo es de entera responsabilidad del autor, por lo que no compromete a entidad o institución alguna).