Tomar decisiones éticas supone, la mayoría de las veces, encontrar la forma de beneficiar a los demás y beneficiarse a sí mismo, tal vez no en el corto plazo, pero sí en el largo. Nueva entrega de la alianza de EL NUEVO SIGLO con la Procuraduría General
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Hace algunos años escuché a Paca Zuleta hacer una presentación muy divertida en la que se refirió a la teoría de la estupidez de Cipolla (1988), según la cual las personas se dividen en cuatro grupos: los malvados, los incautos, los inteligentes y los estúpidos.
Los malvados, o bandidos, son aquellos que siempre están dispuestos a perjudicar a los demás con el fin de beneficiarse a sí mismos. Los incautos, por el contrario, benefician a los demás, pero se perjudican a sí mismos. Los inteligentes benefician a los demás y se benefician a sí mismos y, por último, están los estúpidos, que perjudican a los demás y se perjudican a sí mismos, y que desafortunadamente, son la mayoría y actúan coordinadamente, según Cipolla.
Cualquier colombiano que se precie de serlo, sabe que culturalmente tendemos a sentirnos identificados con la intención de los malvados o bandidos, pero nunca estaríamos dispuestos a aceptar semejante calificativo. Nosotros somos “vivos” o “abejas” como dicen mis estudiantes. Por eso nuestro undécimo mandamiento, tan colombiano y tan único, es “no dar papaya” y estamos dispuestos a aprovechar toda papaya que nos den. Por eso también “hecha la ley hecha la trampa” y tantos otros ejemplos que podemos extraer del panorama cotidiano nacional.
Esta taxonomía, sin embargo, me dejó pensando en algo menos obvio que, como profesora de ética, he percibido desde hace tiempo en los diálogos con mis estudiantes y es que, para muchos de ellos, la ética parece ser algo propio de incautos. Frases como “eso suena muy bonito, profe, pero no funciona en la práctica”, revelan el temor de ellos a ir por ahí tomando decisiones que supongan sacrificar su interés propio en beneficio de los intereses de los demás. Vista así, la ética sería como una vocación propia de seres ingenuos, altruistas y sacrificados. A menudo les explico que la ética no exige ni supone el “heroísmo moral”. Que la ética no nos pide hacer sacrificios enormes en beneficio de los otros, pero sí tener en cuenta a los demás en nuestras decisiones.
La ética no es de incautos. Es lo propio de las personas inteligentes: tomar decisiones éticas supone, la mayoría de las veces, encontrar la forma de beneficiar a los demás y beneficiarse a sí mismo, tal vez no en el corto plazo, pero sí en el largo plazo. A veces supone un sacrificio del interés propio, que resulta pequeño comparado con el beneficio general que obtenemos todos como resultado de haber hecho lo correcto. Las ganancias de corto plazo a veces nos ciegan y no permiten ver las ganancias de largo plazo, del mismo modo que el interés propio no nos deja ver con frecuencia los intereses legítimos de los demás. Por desgracia, el interés propio y el beneficio de corto plazo parecen ser el modo “automático”, es decir, el modo en el que actuamos la mayor parte del tiempo.
“El bobo del paseo”
Ahí es donde la estupidez aparece para darle la razón a Cipolla y a Paca. En nuestro temor compartido a ser “el bobo del paseo”, actuamos todos como miopes que no ven más que la ventaja inmediata: el “hueco” para adelantar al de al lado, aunque 50 metros más adelante vaya a volver a cambiar de carril porque aquel en el que ya estaba andaba más rápido; la excusa falsa que me permite salirme con la mía, aunque más tarde signifique una espiral de mentiras que terminará en una sanción; y así indefinidamente. El trancón en un cruce en el que todos han querido ser más vivos que el de al lado y al final terminan todos bloqueados sin poder moverse para ningún lado, porque nadie estuvo dispuesto a dejar pasar a otro.
“¿Por qué voy a ser tan bobo?” representa para mí el epitome de la estupidez, como también lo es pensar que serán las leyes las que eviten las trampas. Lo que ocurre es que nos ingeniamos cada vez más trampas, y de nuevo vienen más leyes, y al final, cada vez es más difícil hacer las cosas bien, porque todas esas normas están diseñadas para los que hacen las cosas mal (sobre el precio de la desconfianza hablaré en otra ocasión). Una sociedad paralizada por el exceso de vivos es una sociedad en la que en realidad predomina la estupidez.
Por eso pienso que debemos ver la ética como una herramienta para tomar decisiones inteligentes. Porque la ética nos ayuda a ver más allá del propio interés de corto plazo, a reconocer a los demás como seres iguales a mí y, por lo tanto, a aceptar que sus intereses son tan legítimos como los míos. No es mucho más lo que nos da ni lo que nos pide la ética. Ni grandes sacrificios ni heroísmo moral. Solo usar la capacidad de ver más allá de nuestra corta nariz. ¿Qué tal si le damos una oportunidad a la ética? Quién quita que nos ayude a desarrollar la inteligencia colectiva y, en el camino, a tener una sociedad y una vida mejor para todos.
* Directora del Centro de Ética Aplicada de la Universidad de los Andes