El triunfo de Donald Trump, como presidente número 47 de los Estados Unidos, implica un gran viraje político y ante todo un reajuste en las nociones básicas de la economía norteamericana. Pero la victoria también debería servir para buscar algún tipo de reencuentro de la nación y recobrar la unidad perdida.
En realidad, lo que se presentó a lo largo de la prolongada campaña presidencial fue una especie de plebiscito en torno de Trump. O al menos así lo quisieron sus contrincantes. Porque el Partido Demócrata, representado en la desgastada dupleta de Biden-Harris, hizo hasta lo imposible por infamar a su antagonista y tomarlo de talega de boxeo. Incluida también la prensa mayoritaria. Lo cual a la larga se devolvió como un bumerán.
El punto no fue, pues, la fortaleza de la plataforma propia, sino la supresión del oponente. Es decir, lejos de una competencia entre dos alternativas democráticas se produjo la pugnaz proclamación del adversario, no como tal, sino de enemigo declarado y personal: antipatriota, nazi, convicto, fascista, misógino… Y, en fin, de ahí para abajo todo lo que sirviera para contaminar de epítetos el proceso electoral. Incluso calificando a los millones y millones de contrarios de “basura”. Todo esto en vez, claro, de ganar espacio y explicar los planes programáticos. Que además nunca presentaron ni menos pudieron distinguirse en ese fermento negativo hasta la toxicidad.
Fue, ciertamente, una posición política defensiva y poco estratégica. Porque de este modo el Partido Demócrata y sus voceros representativos, como el expresidente Barack Obama, no hicieron más que poner a Trump de foco ineludible. Un plebiscito que finalmente favoreció, en toda la línea, al candidato republicano. Habituado, por lo demás, a este tipo de batallas y con tanta costra política como las siete vidas del gato: atentados, judicializaciones, bloqueos…
Pero ni así los Demócratas pudieron evadir el desastre del gobierno Biden-Harris. Con una aprobación del 40% o menos (que en Estados Unidos es una verdadera debacle) y con las dos terceras partes de los encuestados diciendo que, en sus manos, el país marchaba en dirección errónea, solo un milagro podía salvarlos. Lo que, por supuesto, no suele ocurrir en política. Todavía menos cuando la candidata Harris no se desprendió un ápice de su fallido mentor; fue incapaz de hacer una explicación articulada de su propuesta económica; creyó que con exacerbar la agenda progresista (woke) tenía la jornada ganada y supuso que era más que suficiente la propuesta de retornar al derogado aborto de 1973.
Desde luego, vendrán ahora las recriminaciones. Aunque, a decir verdad, no tuvo Harris la culpa de que le hubieran entregado de improviso una candidatura para la cual no estaba preparada. Al contrario, podría decirse que evitó la paliza que se veía venir en caso de que Biden hubiera mantenido sus díscolos y balbuceantes propósitos de reelección.
Todo ello, sin embargo, no oculta el gigantesco esfuerzo del Partido Republicano y el sorprendente regreso de Trump a la Casa Blanca. Como dijo el próximo presidente en su discurso del triunfo: ha ganado el partido del sentido común. E igualmente, como ha quedado comprobado, un nuevo partido multirracial, con una fuerza juvenil decisiva y una coalición social renovada.
Al cierre de esta edición, cuando faltaban algunos estados por cerrar el conteo electoral, era evidente que la victoria de Trump se perfilaba mucho más allá de los vaticinios dados por las encuestas, muchas equivocadas y desbordadas en su margen de error. Trump no solo ganaba la votación nacional, por una amplia distancia, sino que era ya casi un hecho cumplido su victoria en todos los estados “bisagra”. Además de lograr la mayoría del Senado.
O sea, un triunfo inobjetable que le permitió tanto pasar holgadamente el umbral de los 270 delegados del colegio electoral como proclamar la victoria, además de Georgia, Carolina del Norte y Pensilvania, muy seguramente en Wisconsin, Michigan, Arizona y Nevada. No se dio pues el tal empate que tanto se decía. Y por el contrario lo que se avizora, en efecto, es una victoria histórica, terminado el conteo.
Nadie dudaría, en ese sentido, que Trump es un fenómeno político. Cuando muchos lo creían enterrado, al principio de tan prolongada y accidentada campaña presidencial, al final se ha mostrado como un líder irreductible, en permanente sintonía con las masas.
Ahora, a partir del próximo enero, tendrá que poner en marcha su agenda en un mundo en guerra que prometió aplacar; una economía interna que dio la palabra en revigorizar; una inflación a la que dijo le torcería el pescuezo de inmediato; una inmigración ilegal y una criminalidad cuya reversión están por verse; y un liderazgo mundial que prometió encarnar inclusive de presidente electo.
Por lo pronto, a no pocos habrá sorprendido su llamado a la unidad nacional en el discurso de la victoria. Comenzó bien. Un triunfo de estas características sin duda así lo amerita.