Hay un deseo de desvertebrar la utopía del año 91: De la Calle | El Nuevo Siglo
EL EX vicepresidente Humberto de la Calle sostiene que en sus memorias intenta examinar la singladura de Colombia, a partir de varios momentos, pero sobre todo tomando como momento central el año de 1991 y la Constitución.
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Miércoles, 16 de Junio de 2021
Redacción Política

Prólogo

La vida no es una secuencia lineal de hechos relevantes. Es más bien un collage. Pienso en este libro como una colección de instantáneas, momentos tan deshilvanados como la existencia misma, como ese caldo de anzuelos que es la memoria, que va y vuelve, que mezcla sentimientos y los transforma. Por eso quise narrar lo que ocurría tras los visillos. Meditaciones en solitario. Como en el juego de sombras chinescas que mi tío Manuel ejecutaba con maestría. Si el abrazo de dos manos puede ser un conejo, ¿por qué no valen tanto como el orden del día de la Constituyente, los pequeños incidentes, las curiosidades anodinas? ¿Lo anodino no es parte de la vida? El lector, si lo hay, puede ir en orden o en desorden. Dicho de otro modo, no hay un orden. Porque la simple secuencia de minutos y segundos en la vida no siempre ordena. A veces desordena. Ofrezco estos flashes como un acto de autovoyerismo. Un ejercicio de fisgoneo aprovechando la ventana abierta del confinamiento por la pandemia. Es también la forma de honrar a Rosalba, mi compañera, cuya compañía me sirvió de inspiración. Y es, también, una remembranza para mis hijos y nietos.

Pero si se me preguntara cuál es el propósito final de este libro, podría decir que es una suma de testimonios sobre la libertad como construcción que se logra día a día mediante la acumulación de pormenores, gestos, equivocaciones, contramarchas, y que, al enhebrarlos, terminan expresando un hilo, fuerte a veces, diluido en otras, sutil unas veces más. El hilo de la lucha contra el dogma. Ahora que se abre una incógnita en el mundo sobre lo que nos espera, cuando el autoritarismo ha abierto sus fauces valiéndose de un enemigo microscópico, el coronavirus, es pertinente llamar la atención sobre los riesgos de la intolerancia. Intento examinar la singladura de Colombia, a partir de varios momentos, pero sobre todo tomando como momento central el año de 1991 y la Constitución. Veo una sociedad que entró con entusiasmo a recorrer el camino del pluralismo, pero que a partir de cierto momento afronta un reflujo.

Uno de los catalizadores del retroceso proviene de decisiones políticas. Hay una deriva autoritaria en la coalición gobernante. No obstante, es difícilmente percibida por la opinión. En parte, porque la apelación al pueblo toma el ropaje de la democracia directa pero no para exaltar su enorme potencial democratizador, sino para afectar derechos de las minorías difícilmente labrados. Esta vestidura oscurece el panorama de la reflexión nacional. Y en parte, también, porque ante el aluvión de situaciones críticas, el espacio para las preocupaciones está copado. Algunos de los indicios de esta deriva aparecen para muchos como discusiones abstractas, de especialistas e intelectuales, bastante alejadas del coletazo social y económico de la pandemia, el acumulado de muertes y la persistencia de la violencia en ciertas zonas. “Con el fusil en la sien, no tengo forma de pensar en constitucionalismos”, me dijo un campesino. Otro elemento neutralizador es que tampoco puede decirse que el presidente Duque sea una especie de Pinochet. Las clásicas medidas de la represión pura y dura desembozada -torturas, juicios en cortes militares- no hacen parte del panorama. El aluvión de masacres y la oleada de asesinatos de líderes sociales y excombatientes se diluye en un continuum de violencias que hunden sus raíces en el pasado, argumento que el Gobierno ha utilizado con eficacia.


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No obstante, el panorama acumula indicios preocupantes. Masacres a tutiplén. Asesinato de líderes y excombatientes son evidencia de un grado de descontrol territorial. Una muestra, también, de que la política de seguridad ha sido rebasada. Y de que la oportunidad que brindó el Acuerdo del Fin del Conflicto no ha sido aprovechada. Es probable, además, que, de cara al proceso electoral venidero, estos indicios se intensifiquen.

Una vieja tesis del partido gobernante, el llamado Centro Democrático, es la erección del Estado de opinión como columna medular del régimen político.

Aunque Álvaro Uribe sostiene que esta teoría la ha pregonado desde los años noventa, lo cierto es que su mayor efervescencia surgió a propósito de su frustrada segunda reelección. En varias ocasiones ha repetido que el Estado de opinión es una fase superior del Estado de derecho. Según versión de El Espectador del 15 de junio del 2019, el expresidente dijo que “el Estado de opinión está por encima del Estado de derecho y que, en sus propias palabras, será el pueblo colombiano el que irá creando las ‘condiciones de malestar’ para obligar a sacar adelante las reformas que propone”, afirmación que hizo a propósito de una iniciativa de referendo propuesta en esa ocasión para eliminar varias cortes, revocar los magistrados y derogar la jurisdicción especial de paz. Su oficina de prensa, sin embargo, expidió un comunicado para minimizar el alcance de las ideas expuestas.

En ese mismo contexto, ante una decisión de la Corte Suprema de Justicia que afectó al expresidente Uribe, su respuesta y la del propio presidente Duque fue la descalificación de la Corte y la reiteración de la apelación al pueblo para reformar la rama judicial.

En relación con los órganos de control, es cierto que el partido de gobierno ha logrado llevar a esos cargos funcionarios cercanos a la administración. Aunque ocasionalmente se ha planteado la iniciativa de asegurar que la Procuraduría esté en manos de la oposición, esta idea no ha sido llevada a la práctica. Es natural, pues, que la elección de los jefes de esas instituciones recaiga en personas que no se distingan por su animadversión al Gobierno. Pero, aun así, hay una larga tradición de nominación de personajes poseedores de una alta dosis de independencia. Lo mismo se predica de la Junta del Banco de la República, en cuyo caso la independencia es una orden constitucional. Hay amplios sectores de opinión que piensan que el Gobierno logró de diversas maneras, directas e indirectas, asegurar que tales órganos reposen en cabeza de personas cuya independencia ponen en duda.

La Colombia actual es la república del miedo. Todo el mundo tiene miedo de la pandemia, del desempleo, del hambre, de no tener las tres comidas al día, de la inseguridad callejera. Pareciera que el partido de gobierno también está inmerso en el miedo. O, al menos, ese es uno de sus mensajes políticos principales. Miedo a que Venezuela termine apropiándose de Colombia, miedo a que las elecciones las defina Cuba y miedo a perder las elecciones del 2022. Un esquema de este jaez es extraordinariamente paranoico. Quizás por eso el Gobierno se puede haber contagiado. Y que el abordaje de los órganos de control, del Banco de la República, de la Corte Constitucional, es como un propósito de apertrecharse a fin de resistir un largo sitio, asediado por antagonistas que concibe como malévolos corsarios.

Hay temas en los cuales el Gobierno ha adoptado un papel de guardián de la moral y las buenas costumbres. Tal es el caso de prohibiciones sobre consumo de alcohol en sitios abiertos y decomiso por parte de la policía de dosis mínimas de estupefacientes en manos de consumidores. Es cierto que estas medidas han recibido apoyo de amplios sectores sociales, pero esta ha sido precisamente la argumentación prevaleciente para adoptarlas, sin análisis más rigurosos sobre su propósito y su eficacia.

A esta actitud se han sumado acciones para endurecer penas, imponer prisión perpetua y eliminar algunos alivios penales, siempre en busca de consolidar un mensaje de gobierno protector, aun a costa de libertades. Es el fenómeno del populismo punitivo que hoy es un instrumento de predominio político en diversas regiones del mundo.

Como una especie de vaso comunicante, se ha consolidado una alianza estratégica entre el partido de gobierno y sectores de diversas confesiones evangélicas, aun las más radicales, cuyo propósito político es explícito. Esta alianza refuerza mutuamente el mensaje de control social en cabeza del Estado. Este no es un fenómeno nuevo. En el pasado, y de manera equivocada, el Partido Liberal acudió a esa táctica, traicionando sus ideales.


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A propósito del control social, ha aflorado una serie voluminosa de choques con uso de la fuerza entre la policía y los habitantes, en muchos casos con la utilización de métodos arbitrarios hasta el punto de quitarles la vida a personas inocentes o simplemente reprimirlas por asuntos menores. Frente a estas acciones, pese a la solicitud de amplios sectores sociales de examinar la doctrina policial en beneficio del necesario apoyo ciudadano a una institución tan importante, el partido de gobierno y altos funcionarios han acudido a una especie de reflejo automático: proteger y abrazar a los agentes involucrados, descalificando a la vez a los críticos y atribuyéndoles, en muchos casos de manera caprichosa, propósitos desestabilizadores. También en el caso de los militares han existido quejas serias.

Aunque las fuerzas militares y de policía han anunciado cambios en sus respectivas doctrinas, y aunque en efecto muchas de las nuevas políticas han producido efectos positivos en la aplicación del derecho de los derechos humanos y, en lo pertinente, del derecho internacional humanitario, aún persisten ciertas trazas de una política de seguridad basada en la existencia del enemigo interno. Este enfoque se ha recrudecido. Y es, a la vez, armónico con una política externa demasiado centrada en los lineamientos dictados en su momento por el hoy expresidente Trump. En particular, el acento más fuerte se ha sentido en la simetría de reacciones frente al gobierno dictatorial de Maduro, el tratamiento de los cultivos ilícitos y la disputa con Cuba que, si bien se basa en apariencia en la situación de los guerrilleros del Eln en territorio cubano, originada en una solicitud del Estado colombiano para auspiciar el diálogo, en realidad tiene raíces más profundas. Hasta el punto de la clara intervención del expresidente Uribe en favor de una candidata, María Elvira Salazar en el estado de la Florida, como desarrollo de los fuertes vínculos con la colonia anticastrista en territorio estadounidense.

En reunión realizada a comienzos del 2021 con el cuerpo diplomático, el presidente Duque expresó una línea muy dura frente a Cuba, apoyando la decisión del anterior Gobierno de Estados Unidos de incluirla en la lista de países favorecedores del terrorismo. Esta era la orientación conocida. Pero en esa ocasión el presidente agregó que Cuba iba a perturbar el proceso electoral en Colombia, descalificando de nuevo a los llamados castrochavistas, concepto bastante plástico, en cuanto se aplica tanto a sectores de la izquierda más militante, como a demócratas progresistas, a defensores de derechos humanos y hasta a simples defensores del Acuerdo del Teatro Colón suscrito con las extintas Farc, pese a la evidencia de que muchos de ellos simplemente profesan ideas liberales democráticas.

Nadie desconoce el daño que ha significado la proliferación de cultivos ilícitos en nuestro territorio. El Gobierno ha dirigido su política hacia una mayor represión, incluyendo la hipótesis del reinicio de la fumigación química. En el mencionado Acuerdo y, además, siguiendo las recomendaciones de expertos basadas en la realidad empírica, muchos sostienen que la sustitución voluntaria mediante convenios con las comunidades es un camino más eficiente y sostenible.

El narcotráfico es el punto dominante en la política de seguridad. Es evidente su carácter predominante, pero le ha servido a la administración para simplificar realidades diversas. Esa visión reduccionista está cubierta por el propósito de castigar políticamente el Acuerdo de Fin del Conflicto. El crecimiento del área sembrada de coca durante el Gobierno precedente ha servido a esa intención. Es cierto que las cifras de cultivos se dispararon en el anterior cuatrienio. Es un tema que se debería estudiar más, tratando de encontrar una visión objetiva de lo que ocurrió, sin dejar de lado concausas de diverso orden.

Lo cierto es que ese predominio reduccionista también cumple el propósito de facilitar un lenguaje político sencillo, como cuando en el pasado la presencia de personajes de carácter violento y con resonancia mundial servía de mampara para dejar de lado matices. Hasta el punto de que el ministro de Defensa, en el mes de febrero del 2021, a una pregunta sobre su política de seguridad ciudadana y las preocupaciones sobre robo de bicicletas y celulares en las ciudades, contestó que la causa era el narcotráfico, para lo cual desgranó una alambicada cadena que, partiendo del narcotráfico, pasando por el microtráfico y transitando por una suma de comportamientos delincuenciales que él ve encadenados, aterrizó de nuevo en la respuesta básica: contra la inseguridad urbana la solución es la lucha contra el narco.

Frente al Acuerdo del Teatro Colón, hay un lenguaje de compromiso. La intención de cumplirlo se expresa, sobre todo, en escenarios internacionales. Pero es claro que la línea del Gobierno sigue siendo expresamente la de limitarse a los aspectos relacionados con la reincorporación de los guerrilleros de base, manteniendo en el congelador los demás temas y atacando elementos esenciales del Acuerdo, ligados a las fórmulas de justicia transicional. En entrevista para el periódico El País de España (20 de diciembre del 2020), el presidente Duque dijo que su “idea de paz con legalidad no está atada al antes o al después del proceso con las Farc”. Y agrega el diario: “El presidente de Colombia mantiene su rechazo a los acuerdos del 2016, pero asegura que su Gobierno quiere que la reincorporación salga bien”.

El esquema económico sigue basado en lo que en el pasado se llamó desarrollismo. La idea medular es que el fomento de la formación de capital produce tasas superlativas de desarrollo que terminan goteando a los sectores más pobres, obteniendo de esa manera una solución para todos. Como ejemplo, el esquema tributario viene desde antaño ligado a un enjambre de exenciones, alivios y ventajas que, aunque han contribuido al desarrollo, no han hecho mella en los niveles de inequidad. Pese a un mejoramiento de las cifras sobre la pobreza -ahora afectadas por la pandemia-, el esquema macroeconómico sigue atascado en la persistencia de carencias importantes para la población pobre.

El escudo de Colombia habla de “libertad y orden”. Estamos en la época de un pretendido predominio del orden. Pero en la práctica, este enfoque arriesga no solo las libertades, sino que puede ser un tortuoso camino que termine implantando una sociedad monolítica, en la que el pluralismo sea la primera víctima. Han renacido los ecos de un pasado opaco. A la sombra autoritaria se suma el deseo de desvertebrar la utopía del año 91 y un preocupante proceso de destrucción del tejido social. Es este escrito, por tanto, una botella lanzada al mar. Si alguien la recoge, habrá valido la pena. Sobre todo, si quien la recoge, perdido entre las sombras y quizás acomodado a ellas, decide buscar la luz. Algo como el poema de mi infancia: “Como el cocuyo, el genio tuyo ostenta su fanal, y huyendo de la luz, la luz llevando,  sigue alumbrando las sombras que buscando va”.